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NOSOTROS
Dedicado a todos los hermanos de mi barrio.

Las hojas de otoño de aquella tarde volaban por la calle como si las dudas de los hombres no importaran mas que sus trámites de aquél día, en donde las vacaciones acababan lenta y desgraciadamente, y el año se venía encima con un hambre voraz. Sólo una; sólo una hoja rojiza que tal vez y casualmente provenía del roble en donde yo me besaba con mi ex-novia varios meses atrás, se posó livianamente en mis pies y se enganchó en los cordones de mis zapatos. La observé por un momento, cómo el viento intentaba liberarla de su enredo, hasta que no pude evitar tomarla esbozando una sonrisa compasiva, sin importar el sentido. -¿Qué es eso?- me preguntó Laura -¿Para qué agarraste una hoja?-. No respondí, seguía mirando la hoja fijamente mientras que aquella sonrisa se borraba lentamente de mis labios. –Extraño- murmuré, susurré mejor dicho, en voz tan queda que no recuerdo si en realidad fue un balbuceo. –Extraño, extraño, extraño…- esa palabra provocó la obvia interrogante de Laura, en un tono frustrado, harta de mis constantes situaciones filosóficas. Hice girar el tallo de la hoja en mis dedos. –El auto que atropelló a esa bicicleta hizo que un montón de hojas volara para todos lados. Ahora el hombre que pedaleaba sin rumbo está tendido en la calle rodeado de personas. Ignoro si se encuentra muerto, herido, ileso, inconsciente o confundido. Sólo sé que una de las hojas que presenció el suceso me está avisando… que de nuevo todo está sucediendo. Una bocina, una vida, un golpe, un testigo que no puede soportarlo y acude a alguien. Es extraño que justo en este momento, aunque me haga daño, se me dé por recordar.

Una amistad, solamente una amistad, es toda mi vida. En mis primeros años, en mi infancia, en mi adolescencia, en mi madurez, siempre juntos, sin importar si el tiempo corría en direcciones opuestas, sin importar si justo la lluvia o un relámpago formaran una barrera. Se llamaba Martín, sin necesidad ahora de apellidos ni apodos. Creció conmigo, una sola alma unida, casi fraterna, un solo reflejo ante un espejo. No soy demente, yo no hablo de amigos imaginarios, ni de historias insignificantes con personajes ficticios o imaginativos. Yo hablo de la única persona que mantuvo la primera parte de mi vida fuera de la oscuridad y la depresión. Me hubiera gustado, encantado, que continuara haciendo lo mismo durante toda ella, pero a causa de esas cosas del destino, se quedó solo para la primera parte. Oh sí, el se fue. Se marchó en un coche blanco, por una calle blanca, hacia una ciudad blanca. Él no deseaba irse, al menos eso pienso yo aquí y ahora, pero nunca podré saberlo ya que no me avisó que se iba; fue de repente, muy rápido. Lo pasaron a buscar; en cierta forma lo secuestraron, le taparon la cara y lo metieron al auto, así que no pude verlo ni al menos despedirme con la mirada. En ocasiones pienso que fue solamente una vida asignada para otra, para impulsar a otra en su resto, para significar algo en otra, al igual que lo es la compañía vitalicia de una madre. Pienso que quizá sólo estuvo allí para guiarme en mis comienzos; luego se marchó.
Recuerdo ese día como si fuera una Navidad, muy en lo profundo de mi interior, cerca de aquellos sucesos que lideran el infierno de mi alma. A la derecha, el vehículo; a la izquierda, Martín. Arriba, el cielo. Un golpe, solamente un golpe, sonó en el aire mas allá del canto de los teros, más allá del ruido de la avenida paralela, mas allá del sonido de mis latidos al ver como mi amigo cruzaba la calle inconscientemente. Casi no hubo sangre. Pensé que tal vez se incorporaría y volvería asustado ante mí; pero a través de los robles, de los fresnos, de las personas de la plaza, vi un cuerpo tendido en el pavimento. Me abrí paso para ver su rostro, sin embargo, al llegar su expresión y color habían desaparecido por completo, al igual que el murmullo de las calles se había convertido en un silencio de tragedia y muerte. Estaba tan pálido como la misma luna que se acercaba para ver lo ocurrido; sus ojos, desorbitados, casi fijos en el firmamento.
No tuve tiempo ni de llorar, ni siquiera de reaccionar. El conductor del coche se hallaba aún ante el volante, jadeando de nervios, observando el cuerpo. No sólo había quitado una vida; había quitado una vida y media, por no decir dos. Giré lentamente la cabeza para mirarlo y él hizo lo mismo. Me sentí incapaz de perdonar o de entender, pero el odio no me invadió. Quizá lo volvería a ver en las calles de nuevo, conduciendo otro auto, o en la cárcel, o en los noticieros, o en cualquier lugar posible de imaginarse. Mi relación con él era, es y será la vista; mas ahora, el espantoso recuerdo y espero que no el rencor. ¿Asesino? No lo creo. Capaz que marioneta del destino, o esclavo del diablo, o como se le quiera llamar, que concuerde con lo que hizo y sus posibles definiciones.
Martín yacía muerto hacía un gran rato ya y yo no me recuperaba aún del shock, las preguntas de las autoridades no ayudaban mucho. Una heterogeneidad de signos de interrogación y exclamación, reflexiones, lágrimas, sermones, demasiado para mi dolida y trastocada mente. Todavía podía ver su silueta, instantes antes de cruzar la calle; sentado junto a los árboles disfrutando de un helado, su pelo se despeinaba al viento y su rostro tenía cierta expresión holgazana. Esa imagen se desvanecía en el aire y se unía a las nubes. En cambio, la carcasa vacía del cuerpo muerto se había quedado en tierra, ya cubierto por una manta blanca, ya rodeado de médicos y conocidos que lloraban con desesperación y locura. La vida me había golpeado con una fuerza brutal cuyo contraataque era imposible e inimaginable. No sabía que aquello ocurriría; era como si algo se desplomara, como si me cayera y no pudiera levantarme, como si me mareara y no volviera en sí, era como tormentas incesantes.
Observaba el cadáver desde la acera, tan fijamente como si cargara con la culpa; también a sus parientes, paranoicos y colorados de llanto, arrodillados vencidos.

Un día había transcurrido en la oscuridad. Esa mañana posterior también era oscura, las gotas de la lluvia chocaban contra la ventana como lágrimas en mejillas, humedeciendo mentes. En realidad, ya había pasado el mediodía; percibía el aroma a salsa de mi melancólica madre que subía por las escaleras.
Me había despertado repetidas veces durante la mañana y la madrugada; pesadillas, soterrados intentos de llorar y de hundirse en la depresión. Creía verlo a Martín pero no vivo, pues veía su cadáver andante. Yo pensaba que estaba con vida, pero al hablarle me respondía tornando sus ojos negros. Luego, se esfumaba.
En fin, las tres de la tarde ya estaban atrás, y yo suspiraba de dolor y falta de voluntad, recostado sobre mi cama observando retratos, fotos de mi amigo. Entre tanto miraba de reojo al reloj de la pared, para ver al tiempo correr como liebre. Después volvía a mirar las fotografías; pero al ver nuevamente le reloj, notaba que habían transcurrido horas. Era como caminar sin destino u objetivo sobre vastos submundos de sueños oscuros; mi mente se había vuelto tan triste y vacía que había perdido la noción del tiempo por completo y el espacio, el dormitorio, se mezclaba en remolinos multicolores que atiborraban mis ojos de destellos fríos luminosos. No podía regresar, el recuerdo era doloroso y punzante, era como puñales rojos con destino a cualquier cuerpo.
Por mucho que mi paradigma pudiese privarme de la vida común y normal que llevaba felizmente en mis anteriores y tal vez pasados días, logré en un impulso irreal, incorporarme y correr las cortinas de la habitación, para al menos poder ver al cielo y su cambiar. Cuando volví a la cama me dispuse a contemplarlo. Las nubes provocaban que todo se notara confuso, el paso incansable de los días y quizá semanas formaba una línea ambiciosa de arcoiris en donde se distinguían tres colores; azul; breve felicidad, rojo; tristeza soñadora, negro; depresión y llanto. Sólo uno; sólo un colibrí voló por la ventana, el único símbolo de esperanza y renacer que interceptó la sombra de aquél mi vivir. Un destello de luz en medio de tanta oscuridad que me ensombrecía como la noche al sol mismo.
La semana se transformó en un día, mis ojos en lagañas y mi mente en máquina; no me daba cuenta del tiempo ni de los sucesos que asesinaban o fortalecían al mundo, no me daba cuenta de las tormentas, ni de las voces. Raras veces despegaba la cabeza de la almohada, o abría los ojos, o intentaba respirar brisas de aquellas que mi abuelo afirmaba que animaban, o abría la boca para comer, beber, o hablar. Sólo un frasco de pastillas cuya etiqueta no alcanzaba a leer, entrabas por mi boca junto a un vaso de agua y algún mero bizcocho que habría sobrado de la merienda. Esa era mi vida en aquél horroroso entonces; fuera de lo real, oscura, triste, casi destinada a suicido. Fue la falta de locura lo que impidió llevar a cabo lo último. Aunque no lo sabía, todavía se quedaba un último susurro de cordura, allá, muy en lo profundo.

Me han dicho, como rumor que corre y corre por todo el país, que lo que me sucedió después ya fue revelado y discutido por diversos pueblos desconocidos. Ignoro si mi familia se haya enterado, me haya oído o lo haya deducido; no sé si fue ella misma quién contó la historia a las personas, personas que no sabían ni quién yo era, ni sabían del impulso del relato. Lo cierto es que poco me importa si alguien se me haya adelantado, quizá tan sólo lo convirtió en una leyenda adornada con detalles irónicos y ficticios que no me agradan en lo absoluto. Así que lo contaré a mi manera, ya que yo lo viví y por suerte superé; como decía mi abuelo, “todo pasa, todo se desvanece”.

Mi oscuro transcurso terminó de sorprendente manera. Era un día gris y lluvioso de esos de poca luz, casi vacío, y mi habitación sólo se iluminaba por relámpagos. Abrí un ojo; vi mi cuarto oscuro y triste como siempre, que se ocultaba bajo una luz tenue y gris. Pero al abrir el otro, me sobresalté de tal forma que me caí del lecho; estaba él, Martín, insólito, sentado muy cómodo en el medio de mi dormitorio, observando un punto fijo en cualquier sitio. Pensé que era un sueño, de aquellos a los que ya estaba acostumbrado, pero tan vívido se me había presentado éste, que se me hacía difícil creer que se tratara de alucinaciones depresivas. Él no parecía real; ni siquiera me miraba, ni se movía, tal vez ni pensaba. Yo no quería hablar, cierto temor me crecía por dentro, temor hacia lo desconocido creía.
Martín continuó quieto, helado, congelado, sin moverse, durante instantes tensos. Yo lo observaba, pero no deseaba despegar los labios. Él no parecía percatarse de mi existencia, ni daba señales para que yo pudiera imaginarme que le sucedía.
El cuarto estaba tan silencioso que podía oír las respiraciones de ambos, haciendo brotar un terror loco que se apoderaba lentamente del entorno. El momento se había vuelto un relato de horror; solamente los rayos iluminaban, por momentos breves, a la imagen de aquél mi difunto amigo que me perturbaba con su frialdad. Quise obligarme a pronunciar palabra, pero en vano era todo intento, al igual que era en vano tratar de moverme o pestañear. Entonces, de pronto, sentí una sombría puntada de nervios en el abdomen que me hizo emitir un quejido, casi un murmullo. Fue ahí cuando él giró la cabeza y me vio; su mirada era demoníaca y tétrica, sin expresión, parecida al color desvanecido que el alma se había llevado al marcharse; luego habló. “Te he estado viendo” me dijo sin más, sin gestos, con la misma cara fría y pálida que me hacía recordar mucho a la muerte. No dijo nada más, no lo reiteró ni lo gesticuló, sólo mencionó aquella frase y se dispuso a esperar una respuesta con algo más que paciencia; un silencio azul de sepulcro le siguió, acompañando al famoso semblante horroroso.
-¿En serio?- balbuceé con miedo, miedo a no sé qué. Los ojos de Martín comenzaron a brillar y a humedecerse, con lágrimas listas para escurrirse cuando la emoción lo ordenara. La primera no tardó en deslizarse y la lluvia, que se había detenido, empezó de nuevo a caer como si el desagüe del cielo se hubiera deteriorado por errores de fontaneros del infierno. Los relámpagos estallaron con una radiante luz lila deslumbrante; los truenos tronaron como golpes de martillo. El viento sopló como nunca; el momento había desatado una tempestad.
A medida que Martín lloraba incasablemente, la tormenta se enloquecía y persistía en su azote. Las lágrimas eran negras como las mismas nubes que cubrían a la tierra de tristeza; al chocar con sus labios desaparecían. –No quería irme- tartamudeó entre gota y gota. –Yo tampoco- respondí. Esta respuesta fue mágica. Martín pareció calmarse, al igual que el temporal amainó en un santiamén asombroso. Su rostro había recuperado el color humano y había eliminado la lóbrega mirada. Ahora parecía una persona normal, aunque yo bien sabía que era tan sólo un alma que vagaba por el mundo en busca de comprensión y un poco de vida, un poco de lo que injustamente había perdido. Pero su expresión facial aún no había regresado; no sabía si estaba feliz, triste, indiferente, etcétera. El alma utilizaba su antigua imagen como manera de comunicarse, o simplemente intercedía en aquél océano irreal en el que yo estaba sumergido formando una alucinación vívida que ingería a mi cordura como si fuera un alimento.
Estuvimos en silencio por unos cuantos minutos, intercambiando miradas y oyendo lentos suspiros, pensando en que pensaría cada uno. No lo soporté por mucho tiempo, el instante me ponía nerviosos y los ojos de Martín todavía mas. “Para que has venido…” pregunté. –Para sacarte de aquí- contestó dulcemente, como si yo fuera el centro del universo, como si yo importara más que todas las cosas. No tuve ni un segundo; al ver mi semblante oyó la interrogante. -¿Te has dado cuenta que todo tu alrededor es triste, que el cielo siempre es tormentoso, que tu almohada es tu mejor amigo, que tus ojos están negros de sueño y melancolía? Puedes verme, eso significa que vives en tu mente, cosa que no es buena. La mente puede ser peligrosa. En los jardines, rebosantes de felicidad, están albergados recuerdos alegres, aquellos que podrías y desearías volver a vivir. Pero en los cementerios, no hay otro sitio para las memorias lóbregas; tus instantes y períodos mas oscuros que querrías olvidar, pero son imposibles de expulsar, laten allí como si tuvieras dos corazones. Si te quedas aquí vivirás en el pasado; debes regresar, regresar al modo automático que olvida todo recuerdo, sea verde o sea negro, al modo en el que las personas hoy por hoy viven, pensando en el presente y alguna vez en el futuro-. Me levanté de la cama horrorizado, con mucho miedo de encontrarme instalado en mi propia conciencia. Abrí la puerta y de pronto me vi en mi misma habitación. Corrí de nuevo hacia la puerta pero al abrirla me encontré otra vez en mi cuarto. Era verdad; ahora vivía en mi mente. No quería admitirlo, pero era inevitable; me arrepentía de haberme involucrado emocionalmente con una sola persona, convirtiéndola en el núcleo de mi existencia que me hundiría cuando su final sin querer llegara. Podría haber llevado una vida normal, una vida de esas en la que tu alma es tu familia, pero se me había sembrado una creciente falta de aprecio; no tuve más remedio que recurrir a la amistad. En fin, ya no quería pensar en eso. Ahora, el sentimiento ya se encontraba tatuado en mi cabeza y su consecuencia me miraba desde el medio de mi dormitorio. Ahora, no podía elegir; tenía que salir de mi mente como fuera, intenta superar la huída del núcleo de mi existencia y lograr regresar a la vida normal que yo transcurría indiferentemente antes.
Su mirada hipnótica todavía insistía como si quisiera sonsacarme toda mi memoria inmediata. Sólo uno; sólo un recuerdo tal vez feliz se liberó de su estado inmóvil para subir a mi boca y hacerse acordar mediante el habla. –Recordarte es como apuñalarme- dije, justo cuando mis ojos, después de mucho tiempo, comenzaron nuevamente a centellear –Siempre éramos nadie mas que nosotros. Inseparables-. Entonces noté que aquella memoria que deseaba hacerse recordar, era del día en que yo y Martín nos habíamos conocido. Aún no podía creer que la hubiera guardado en el cajón del fondo, provocando que su nitidez se perdiera, se borrara poco a poco.
Sin más, sin tener ni un minuto para refrescarme, Martín adivinó lo que yo pensaba. –Tú jugabas a la pelota en la calle. Yo te observaba, hasta que el balón cayó al jardín de mi casa. Fui y te lo devolví, cruzándote la mirada; ahí supe enseguida que sería muy difícil separarnos. Todavía seguimos juntos, aunque yo no respire. Nadie nos ha separado-. Mi centelleo de ojos entonces, pasó a ser un grupo de lágrimas que buscaba caminar un rato por mis mejillas.

El día no pasaba. No había ninguna sucesión de día y noche; no había sol, la tormenta lo cubría. No había luz radiante, había una electricidad gris que iluminaba tenuemente mi cuarto. Una energía, una extraña energía reinaba allí; mi amigo se paseaba llenando cada rincón de un poco de ella. Daba la impresión de que con mucha paciencia aguardaba el momento en que alguna verdad despertara en mí, una verdad que me llevara de vuelta a la realidad. Su imagen era misteriosa; nunca se iba, siempre estaba allí mirándome, o pavoneándose por la habitación. A cualquiera le hubiera parecido que éstos eran instantes de pavor, pero la presencia de él no me perturbaba ya. Todo giraba alrededor de un suceso terrible, así que la tempestad acordaba. No sentía miedo alguno.
Pero por mucho que me hallara en este mundo fantástico, yo aún conservaba mi humanidad y sus valores, y ya me había invadido la monotonía. Casi no había diálogo, no había gestos, no había muecas, nada. Extrañamente podíamos estar horas mirándonos fijo, sin emitir palabras, sin ni siquiera suspirar quizá de aburrimiento. Era evidente; Martín era el único, lo único, que podía volverme a la realidad. No sabía que esperaba de mí. Capaz que revelaciones, reflexiones, manifestaciones, o hasta despertares de filosofías enormes e incomparables. Fue ahí cuando supe; que todas nuestras pobres conversaciones eran sobre recuerdos, o su mensaje era un recuerdo, o su ambiente era un recuerdo. Hasta nosotros éramos recuerdos; él, un espíritu vagante de esos inolvidables, y yo, una simple persona con corazón roto que sustituía temporalmente a sus misma imagen, que antes llevaba una vida corriente y contenta como la de todos. Así que esa explosión, ese golpe que me regresara, debía, tenía que ser una memoria.
No tuve ni un segundo para sentirme orgulloso de la conclusión; había tantos recuerdos… y entre ellos, mezcladas, emociones insinuaban. No podía creer que en los siete años que había vivido junto a él, Martín, sólo me acordara de ocasiones traviesas, o excepcionalmente de aquellos momentos duros de apoyo y consuelo. Vomitar al azar no era lo que deseaba, pero no había opción. Muchos recuerdos me nublaban.
-Nosotros estábamos un día por allá, cerca del mar, tomando un refresco sentados en los bancos del mirador. Era increíble que después de un bello día soleado, de pronto un gris cubriera el cielo. Entonces apareció esa chica, Laura me parece que se llamaba… comenzamos a silbarle, a piropearla. Ella nos miró sonriendo…- pero no pude seguir porque Martín soltó una carcajada sonora. Era muy raro oír una risa; había pasado tanto tiempo de infelicidad y caída, que de repente hasta el mínimo señuelo de alegría me resultó supernatural. “Se lo que quieres” dijo “Pero ese no es el camino. Es uno mas fácil, no uno sinuoso”. Ya todo esto empezaba a encolerizarme. Una solución, que él aseguraba ser fácil de hallar, se transformaba en extremadamente difícil. Había una opción simple claro, una opción que aún yo no había intentado. Esa opción era simplemente pedirle. Pedirle, sólo pedirle a Martín que me llevara de vuelta. Pero me resistía a creer, era improbable, que fuera eso, pues el esperaba algo de mí y yo no le daría nada mas que una sencilla pregunta inútil con dejos de súplica. Así que descarté y continué, tenía que haber algo, alguna cosa que provocara en mí aquella reacción que me devolviera al mundo ese en que vivía.
Sin saberlo me sometí; me enfrasqué en el asunto de una forma obsesiva. Ya no atendía a nada ni al clima del cuarto, ni a la tormenta, ni a mi amigo mismo. No había hora en que no pensara, en que no buscara o tratara de hallar, no había hora en que no me adormeciera despierto. Era obvio que Martín lo notara; era como si leyera mi mente sin olvidar ninguna letra. –Te esfuerzas tanto, que das por alto cosas fundamentales. Si sólo salir es lo que deseas, puedes hacerlo, abre los ojos y convéncete de que todo fue un sueño. Pero mas tarde será peor; seguirás decaído y deprimido, ahogado en remembranzas aquellas alegres y notarás que nunca me has abrazado, ni te has despedido, ni has empleado aunque sea un mero segundo en expresar sentimientos que hubieran solidificado nuestra amistad. Si quieres irte, pues vete. Ahora, si te quedas… lo superarás-. Sobra decir que prefería quedarme; no quería pasar el resto de mi vida solo y tocado hasta desfallecer de tristeza al ver a la vejez venirse encima. Pero es que todo era tan misterioso, no sabía que hacer, no sabía en que pensar. Entonces, ignoro que sucedió, posiblemente me haya sólo acordado, se me vino a la cabeza eso que necesitaba. Fue de pronto, sin sirenas ni estridentes alarmas de aviso, simplemente una brisa, una brisa fresca que revolvió el baúl de memorias y halló una, una que desde hacía tiempo buscaba emerger para hacer ver, oír, su verdadero valor. –Moriste- dije estrujando corazón –Vi tu rostro. Supe que no volverías a usar ninguno de tus sentidos. Tus ojos ya no me miraban más. Tu boca ya no sonreía. Tu nariz ya no se inflaba. Tus orejas no aleteaban- Martín, de repente, se quedó tieso, esperando lo último –Supe que ya no me escucharías. No pude despedirme. Ahora quiero hacerlo y abrazarte, así la pena se irá para siempre-. Me incorporé y me acerqué a él, por última vez lo haría lo que provocaba el timbal de mi interior, los latidos. –Adiós- balbuceé entre sollozos –Fuimos nosotros. Nadie más, ninguno más. Allá también lo seremos. Sólo espera-. Él no dijo nada; rompió a llorar y me abrazó con fuerza. Nunca olvidaré ese abrazo, el más reconfortador de toda mi existencia. Ahora la pena era agua; la canilla estaba abierta y el caño aguardaba. Luego se reuniría con las otras penas, allá en el mar, donde conocería a otras, tal vez peores o de poca importancia.

Aquí no hay epílogo. No hay final feliz. No hay tampoco, ningún comienzo de nueva vida, ni nada por el estilo que suelen brindar películas americanas. Aquí fue eliminado un obstáculo, sin más, un suceso indeseable provocó en mí la oscuridad y al llenar el espacio, con la luz lo superé. Ahora vivo en la realidad otra vez, vivo en donde todo ser humano lleva su vida con ritmo, o sin ritmo y de otra forma. Igualmente, no es muy distinto a la mente; a veces hay tormentas, truenos y relámpagos. Solamente falta la imagen de Martín. No puedo dejar de sentir su presencia en frente mío, caminando siempre en mi derredor, respirándome en mi espalda. Por eso al principio dije que siempre estuvimos juntos; “En mis primeros años, en mi infancia, en mi adolescencia, en mi madurez”. Él me dejó durante ese raro período entre la infancia y la adolescencia. Pero su alma jamás me soltó la mano.







Texto agregado el 16-09-2009, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-10-2009 Bien escrito y hecho con dedicaciòn. lmarianela
16-09-2009 Un bello homenaje a los que quieres. Muy bien hecho. uleiru
 
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