Recuerdo claramente.
Recuerdo claramente aquella tarde en que volcados el uno en el otro nos transformamos en una sola sustancia infinita como el mundo.
Conectados por el cascabel de tu sexo, exploramos todos los paisajes del amor y del deseo. Conocimos la terrible fuerza del magnetismo de nuestro libido. Asistimos juntos al deshielo de los polos. Todo en nuestros cuerpos se resumía en un solo ritmo acompasado de subir y bajar, de diástoles y sístoles, de vértigos y letargos, de: se agolpa la vida y luego se va. Así fue que por primera vez sentimos a la llamada “Petit Mort” venir sobre nosotros.
En la mas perfecta agonía en que se vence tu cuerpo mórbido sobre el mío, en el instante mismo en que te abres generosamente al amor, vuelco lo que soy y lo que tengo, vuelco el inequívoco rasgo de que existo.
Desde entonces como ahora, como cada tarde, como cada noche, como cada mañana en que jugamos a revivirnos, no puedo evitar preguntarme qué será de nosotros cuando llegue esa otra muerte definitiva, la de verdad, aquella que no se puede postergar y que no podremos compartir.
En todo esto pensaba cuando la tibieza de tu corazón tan vivo llamó a mis instintos más puros.
Desde esta gris butaca, desde este papel de espectadora te veo entrar desnudo en nuestro lecho: estás espléndido, como nunca, como siempre; me detengo en la belleza de tus hombros y ruego rodar por tu pecho de varón con mis ojos de ceniza, de ceniza.
Te veo mirarme, sabes que estoy aquí porque tú mismo instalaste la butaca en nuestra habitación para que nos contempláramos intemporalmente.
Te escucho nombrarme, te siento reclamar mi cuerpo entre sueños y sudores. Jadeas, y yo, con tantas ganas y sin poder; con esta urgencia sobrehumana de querer estar ahí contigo en nuestro lecho, experimentando aquella otra muerte que nos hizo sentir tan vivos incontables veces y no ésta miserable –que desde una urna- literalmente me tiene hecha polvo. |