La última vez que devoré a un ser humano me indigesté. Fue, lo recuerdo bien, un martes 13, y aunque nunca he creído en cábalas comerciales, considero que algo místico ocurrió en aquella oportunidad. Su nombre: María, una chica rubia de mirada pícara y rostro angelical, que poseía una forma de convencer a los hombres muy especial, pues un solo movimiento de su ceja izquierda era más que suficiente para derretir el acero.
Recuerdo también que yo pertenecía al cuerpo de profesores de una Universidad situada en el centro de la ciudad. Allí dictaba la cátedra de historia ancestral. Cada martes, mis estudiantes llegaban muy puntuales al salón de clase, se sentaban como niños regañados en sus pupitres desgastados y entonces este maestro chamán comenzaba su ritual.
Eran dos horas de historias y conjuros, de héroes y hombres que triunfaban y se comían unos a otros, pues el hombre, menester es recordarlo, es una animal evolucionado al cual los dioses premiaron con el don del libre albedrío. Una tarde, serían las tres, María, aquella rubiecita de portada de revista, se me acercó con el ánimo de consultarme sobre algunas culturas antropófagas, puesto que el examen final era una exposición abierta sobre nuestros antepasados devoradores de hombres.
Yo le sugerí que consultara varios libros y la opinión de algunos amigos antropólogos. Luego de unos minutos de charla abierta, pensé sin embargo que sería una oportunidad única la de que, aquella muchachita artificial y lívida, me visitara en mi propio territorio. Le propuse entonces que estuviera en mi casa a eso de las siete, para comenzar una sesión extra sobre canibalismo.
Aquella noche era en especial oscura, pues la luna nueva reinaba en el infinito. El viento, por su parte, era tan fuerte que hacía bailar las hojas caídas de los árboles que adornaban la entrada de mi hogar; una casa antigua de dos pisos, ubicada a las afueras de la metrópoli.
La chiquilla llegó muy puntual a la cita, pues las campanadas de mi reloj de pared anunciaban acuciosas las siete en punto. No obstante su puntualidad y belleza, me molestó en su momento que aquella mujercita esbelta vestida de jeans, camisa rosada y chaqueta ajustada de algodón, llegase acompañada por un joven algo gordo y con facha de pandillero de los años cincuenta, suceso que echó por tierra el plan original de una “cena” especial. Sin embargo, no me dejé amedrentar por el nuevo imprevisto y más animado que nunca, recibí a mis dos visitantes con todos los rigores que la etiqueta exige.
Luego de dos horas de cordial charla sobre temas mundanos, nos dispusimos a entrar en los laberintos de la antropofagia. Le propuse entonces a mi inusual visitante que podría libremente recorrer si así lo quería, los alrededores de mi humilde vivienda, ya que pasear por aquellos parajes sabaneros era aún más “seguro” que caminar por las concurridas calles de la gran ciudad. El chico aceptó a regañadientes mi proposición, salió perezosamente de la casa y el clap ,cla, clap de sus botas de vaquero perdido, sonó cada vez más lejos de la puerta principal.
Me froté las manos por la reanudación del plan original, y con suma delicadeza llevé a la chiquilla a mi cuarto, una habitación con imágenes indígenas de rituales diversos, pegadas a las cuatro paredes de yeso reforzado. A la chicuela le interesó de sobremanera dos tótens en miniatura que a lado y lado de la cama de bahareque, vigilaban constantemente mi sueño. La joven me preguntó sobre aquellas imágenes y yo le expuse de manera rigurosa el significado de cada una. Fue entonces cuando el espíritu del jaguar me poseyó. Sentí un caluroso latigazo que recorrió suavemente mi cuerpo hasta llegar a mi cabeza. Entonces comencé a ver con ojos de felino hambriento a mis víctimas animales.
Lo tengo que reconocer: fue una visión totalmente renovadora sentir el corazón agitado de la presa, su sangre caliente y ese cosquilleo en mi nariz al morder y destrozar la carne cruda. No se a qué horas me abalancé sobre aquella jovencita frágil y armoniosa, no recuerdo bien si primero le propiné una cuchillada certera a la yugular, o si fracturé su clavícula con mis dientes; lo único que recuerdo fue su sangre rojiza y espesa chorreando por mi boca, y un gemido débil de animal agonizante.
Entonces el acompañante de la chiquilla encantadora tocó insistentemente a la puerta. Se encontraba jadeante y muy nervioso. Su respiración entrecortada llegó a mis oídos de jaguar cazador. Uno, dos, tres golpes y la puerta se fue abajo, pasos duros y rápidos y su rostro que en una mueca trágica, resumió la escena de cabellos ensangrentados revueltos con sudor que sus ojos negros retuvieron para siempre.
Esa fue la última escena que vieron aquellos ojos entrometidos, pues mi cuchillo atravesó su carne naranja y esponjosa. Admito que me comí sus entrañas junto con su miembro, mientras sofreía los sesos de la pequeña María. Fue un manjar de dioses que nunca olvidaré, ya que los espíritus me premiaron con dos bocados a cambio del pequeño entremés que originalmente tenía a bien probar.
Hoy 30 de abril, he decidido contar esta última experiencia caníbal, ahora que estoy a unas pocas horas de morir por mi causa. Dos meses después de consagrado el ritual coloquial, un grupo de agentes del orden visitó mis predios, indagando por la suerte de María Roca Madariaga, natural de San Juan, 19 años, y de su acompañante, Fredy Ortegón Zambrano, nacido en la gran ciudad, 20 años recién cumplidos, quienes habían desaparecido desde el año nuevo.
Los hombres revisaron la vivienda, revolcaron mis pertenencias y catearon toda la propiedad. Sin embargo, fue mi mala fortuna la causante de mi actual situación, puesto que, al margen de mi aún dolorosa indigestión humana, el jefe de los agentes especiales se acercó a uno de los tótenes que vigilaba mi cama con el fin de revisar detalladamente aquella figura con rostro antropomorfo, y que sostenía en su mano izquierda, un dedo anular humano, blanco y delicado. El resto de la historia está traspasada por los laberintos de la lógica.
Ahora sé bien que no debí haberme comido a aquella chiquilla que los dioses consideraban sagrada. Más, no he pensado nunca ni aún en mis últimos días de prisión, en arrepentirme de mi destino, pues los devoradores de hombres, siempre hemos sido fieles a nuestras tradiciones antropófagas.
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