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El negro




Me moría de ganas de echar un polvo y andaba sin blanca, por eso había descartado ir de putas. Me habría hecho una paja en el retrete de cualquier bar, pero tenía machacada la mano derecha por aquella puta máquina y con la izquierda nunca me he apañado. El cabrón de mi jefe decidió que un manco putero y borrachín como yo sobraba en su puto negocio, un desguace de coches, así que me mandó a la mierda. Metió 100 euros en mis bolsillos para taparme la boca y me dijo que volviera dentro de unos meses a ver si había algo para mí, si todavía recordaba el camino.

En esta situación entré en un bareto a pulirme los 30 euros que me quedaban. Me acomodé en la barra y pedí una jarra de cerveza para aclararme las ideas e intentar pensar en algo. Junto a mí había una pareja de unos 50 años. Como el maromo caía a mi lado, arrastré mi taburete hasta colocarme al lado de la tía. Ella vestía un vestido rojo con topitos blancos e iba maquillada hasta detrás de las orejas. El soplapollas de su marido era un gordo repugante que sudaba más que una barra de hielo en el desierto. No se movía ni apartaba la mirada, de un viejo afiche de “La Cruz del Campo” que había entre las estanterías de botellas. No hablaban entre ellos ni se miraban ni se tocaban, sólo la proximidad de sus asientos hacía pensar que iban juntos.

La tía no era ni guapa ni fea. Con descaro le eché algo más que una ojeada: casi no tenía culo y pocas caderas, pero tenía un buen par de tetas como para poner cachondo al obispo de Roma. No le pasó desapercibido el repaso visual que le había dado y pareció no rehuir la pelea. Le pedí un pitillo, y ella me lo ofreció en la cajetilla y puso otro en sus labios carmín- fulana. Yo saqué mi Zippo para darme importancia y darle fuego, pero falló una, dos, cinco veces. Me disculpé: "perdona, se me olvidó repostar". La fulana se rió y encendió mi cigarrillo con un mechero barato y luego el suyo. “Me llamo Blanca” dijo tendiéndome la mano que yo tomé haciendo el ademán de besarla, como había visto en alguna película. “A mi me llaman El Negro” dije improvisando lo primero que se me ocurrió.

Sin darnos cuenta apenas habíamos ido girando los taburetes hasta situarnos uno frente al otro, ignorando al cornudo y nos echamos a la cara la primera bocanada de humo. Ahora reíamos los dos. El marido seguía como una escayola, ajeno a lo que ocurría a su alrededor.

“¿Un accidente?” preguntó ella mirando mi mano vendada. “No exactamente” le respondí, “La manicura que se pasó un pelo cuando me arreglaba las uñas”. La fulana miró mi mano izquierda, con especial atención a las uñas, de riguroso luto y rió la broma. Se notaba que el capullo de su marido no la hacía reir desde hacía mucho y que a ella le gustaba reírse. Se inclinó hacia delante para alisarse el vestido y enseñarme su mejor mercancía, demorándose lo justo para que el cliente pudiera apreciarla. Luego se lo subió un palmo, para que yo viera que blanco tenía algo más que el nombre.

Le dije al camarero que pusiera de beber a la señora y yo pedí otra jarra. El hombre al que la tía daba la espalda seguía tieso como un garrote.

La mujer sacó un abanico de su bolso y empezó a darse aire aquí y allá. Mi bragueta estaba a punto de reventar y si no hacía algo pronto empezaría a empaparse. “Estoy sin blanca, cielo”, le dije acercando mi taburete al suyo y metiendo una de mis rodillas entre las suyas. No hizo el más mínimo intento de juntarlas para cerrarme el paso.

Así las cosas le conté cuatro tonterías para seguir riéndonos, luego bebí un trago de su copa. Ella me sonrió de nuevo, mojó un dedo en la cerveza de mi jarra y escribió en el mostrador: “sígueme”.

En el local apenas había dos o tres personas sentadas en distintas mesas. La fulana cogió su bolso y se encaminó hacia el fondo. Cinco segundos después, me coloqué el paquete y seguí sus pasos. El servicio de señoras tenía la luz encendida y la puerta entreabierta, así que allí me colé. La tía echó el cerrojo, se puso de espaldas y empezó a subirse el vestido hasta más arriba de la cintura. Luego se bajó las bragas hasta las rodillas, se abrió de piernas y apoyó las manos en la pared ofreciéndome su trasero, estrecho y magro pero apetitoso. No era lo que yo esperaba pero ¡qué coño! Un culo es un culo, había sido fácil llegar hasta él y mi cipote estaba como una olla a presión a punto de estallar, no era como para andarse con remilgos, así que sin decir ni pío se la envainé guiando la polla con la mano herida mientras con la otra magreaba sus tetas inmensas.

Con cuatro empujones acompasados con los expertos movimientos de su culo, resolví mientras la muy perra lanzaba grititos asfixiados, dejándola llena y ella a mí vacío y jadeante. A pesar de haber terminado la faena, quise hurgar sus partes delanteras, pero la zorra ya se había subido las bragas y se alisaba el vestido.

Me besó en la mejilla como despedida, me dio las gracias: “…encantada de haberte conocido …” y me dijo que me metiera en el servicio de caballeros, que enseguida venía su marido para recompensarme por mis servicios. Extrañado yo, me aclaró que el cornudo era impotente y que de vez en cuando, para tenerla contenta, le regalaba algunos caprichos.

Mosqueado me metí en el servicio de hombres. Al poco apareció el tipo gordo y echó el cerrojo. En vez de la pasta que yo esperaba sacó del bolsillo una navaja automática con la hoja más larga que mi polla cinco minutos antes. “Y ahora suelta 300 pavos si no quieres que te haga pupa”. Le di mi cartera, la registró y no encontró más que tres billetes de 10 euros. Se puso furioso y registro todos mis bolsillos. Sólo encontró el Zippo y un paquete de clinex. Se guardó el encendedor, me quitó el reloj de 6 euros que compré a un negro en un mercadillo y de un tirón se llevó la cadena y la medallita que mi vieja me puso al cuello el día que la llevé al asilo, cuando me dijo: “te dará suerte en la vida hijo mío” y yo pensé: “sí, la misma que a ti”. El fulano hundió mi cartera en la taza del retrete y cabreado y bufando, se fue dando un portazo.

Cuando logré adecentarme un poco, salí al bar donde no quedaba sino el camarero. Pedí otra jarra que me tomé despacio. Cuando acabé no intenté siquiera explicarle, dejé sobre el mostrador mi tarjeta de la Seguridad Social y
le dije que mañana volvería a pagar.

Texto agregado el 14-09-2009, y leído por 144 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-01-2010 Es un cuento muy bueno. Saludos. Gatocteles
14-09-2009 La historia del Negro da para más…esperaremos nuevas aventuras y desventuras… .saludos de un Cuentacuentos….. metro
14-09-2009 Buena historia. Antihéroes, como me gusta. cesarjacobo
14-09-2009 Jajaja, pobre tío. freddymerk
 
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