Detrás, la gente transitaba ante dos pequeños ojos que seguían el movimiento de la habitación. El velatorio sabía extraño, junto al follaje de las almas flotando en el ambiente. Alejo tomó la mano del hijo, mientras rezaba una oración y la casa agonizaba en las voces de los deudos. El frío había detenido su tiempo en una silueta de mujer acorralada en el andar de aquellas voces. Mientras, las horas devenían en lentas regresiones tejiendo al filo de la incertidumbre como una larga serenata circunscripta al epicentro del sepulcro. Con la madrugada, la sala fue dando paso a los más íntimos, a la vez que ese rostro continuaba en la angustiada espera. Sólo el niño pudo ver el bosquejo de la muerte oscilando en un espectro temeroso desde sus pequeños ojos. Y aunque la gente persiguió por un instante su imaginación, lo ausente entre las almas dejó un sabor tan o más distante en el ambiente. Todo prosiguió en la mañana, donde irían hasta el cementerio. Alejo anuncio una última despedida a cajón abierto, fue cuando la mujer de negro se acercó para fundirse con la rigidez del cuerpo, como un indescifrable velo mortuorio que se extendió ante ojos atónitos, en una multiplicación de los cadáveres. Entonces el llanto volvió a surgir con el horror, junto a la bendición del cura sobre los infinitos ramos. Luego el cementerio, como un anuncio colectivo de lo inmaculado, la soledad de un padre y su heredero refugiados en el llanto, mientras los ataúdes descendían paralelos en el verde de la hierba.

La tragedia de cinco integrantes de la familia Pizarro nunca fue olvidada en la ciudad, como único referente entre un antes y un después.

Ana Cecilia.