| Ya alcanzo a ver la tranquera de la casa de Yamil.  Sé que desde ahí,  faltan  algo así como cuatro  leguas. Así lo indicaba el mapita que en una hoja de cuaderno cuadriculado  había trazado  Eduardo el  día que se fue, allá por  noviembre.  Para cuando  yo quisiera  ir.
 
 No sé si  ustedes han caminado alguna vez  por calles de tierra finita, de un marrón clarito como el del café con mucha leche,  de la que se levanta con la brisa, y en la que de tan finita cuando está seca, nada deja huella. Esas calles  donde un  pueblo  deviene  de a poco en  caserío y lento se dibujan mansos  los  colores del campo sin que  pase un alma,  y el único sonido  que  se escucha  es el griterío de las cotorras,  de quienes se afirma  anuncian lluvia,  pero nunca cuándo,  entonces,  hay poca chance de que esa afirmación  resulte  un error.  En algún momento lloverá.
 
 Yo hubiera querido ir  con él.  Pero,  hay que atreverse a amar, cuando una no se atreve. Se fue triste, por mi falta de coraje.  Y me quedé enojada por su falta de comprensión, que yo, comprendía perfectamente.  Siempre lo entendí.  Desde el tiempo de su flequillo y mis trenzas, hace ya más de veinte años. Me  había dicho que  la casa, nuestra casa,  tendría una verja  con rosales y crataegus,  rosas  por su madre  y crataegus por  mí.  Que sería de paredes blancas y techo de  tejas,   que habría un ombú,  y en la tranquera  adosaría una madera con forma de luna, y   escribiría mi nombre de tres letras con signos  formados por estrellitas.   Por todo eso sabía que reconocería la casa, aunque me faltaba  un trecho para llegar.
 
 No sé si  a ustedes les gusta  el olor de los eucaliptus, si se han detenido a observar algún día de calor abrasador cuando se viene la tormenta,  cómo cambian los colores de las hojas,  de los troncos y las ramas. Cómo juegan los cardos en las zanjas, con la brisa que acaricia el pasto cuando es brisa, pero devenida en viento, castiga el silencio con ese ulular  sin destino que levanta la tierra y comienza a correr informe desquitándose de  tantos días de quietud hasta que  miles de gotitas alteran  otra vez los colores y huele  de pronto a campo mojado.  Y el gris se vuelve celeste, y brilla la opacidad,  y la tierra es barro. Dejando huella.
 
 Y la casa es blanca.  Y el techo de tejas.  Y hay un ombú. Y una verja con rosas y crataegus. Y la tranquera es pulcra, como él.  De buena madera,  como él.   Recién pintadas las cinco trancas.  Y un pedazo de madera  con forma de luna,  y un nombre de mujer.  Mabel.  Ha de ser también de buena madera.
 Fin.
 Adela I Alonso
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