He llegado por fin. Luego de tantos pasadizos más que tortuosos, con ese aire enrarecido de humedad de túnel bajo tierra, con la endeble luz de mi antorcha improvisada apenas un instante antes de atravesar la puerta –hasta ese entonces- oculta –para mí- tras el gran tapiz importado del dormitorio de mi tío. He llegado enhorabuena al laboratorio secreto del Conde Clief van Dercräften, hermano de mi padre, hombre enjuto e introvertido más que cualquier otro miembro de la familia.
En mi infancia solía venir a este castillo todos los veranos, evitando así el calor insoportable que asediaba nuestra casona de Gutenberg, poblado rodeado de desierto, a cinco días de constante marcha en carro.
Así bien nos instalábamos (algunos criados bajaban el montón de valijas y cajas repletas de objetos que nunca supe si llegábamos a usar o no) corría hacia el bosque en las inmediaciones, jugando a que cazaba salvajes fieras de varias cabezas y garras como sables; que por suerte se disolvían en la fábula justo cuando iban a arrasarme en crueles emboscadas. Bastante antes del atardecer (nunca pero nunca –me decían- estéis fuera en la penumbra, el demonio –sálveme dios- asecha e infecta tu alma condenada para siempre pero siempre) volvía a los aposentos del Conde, y deambulaba por pasillos hasta la hora de la cena.
Ya en esas épocas sospechaba que mi tío se dedicaba a ocultas empresas, y esas sospechas crecían en mí como las enredaderas en una construcción abandonada, solidificándose aún más con sus desapariciones repentinas (lo seguía a hurtadillas y más de una vez perdí su rastro en una escalera o en alguna habitación deshabitada de esas tantas que allí había) tanto como por los rumores que, se quiera o no, me llegaban, criados mediante, de cierta fama de hechicero que tenía en el pueblo. Incluso hablaban de una pócima secreta que inducía a la invisibilidad absoluta a quien la tomara.
Al siguiente verano no volvimos al castillo. Ni tampoco en los años sucesivos.
Hace unas semanas llegó la carta sellada anunciando la subeptricia muerte del Conde Clief van Dercräften, hermano de mi padre (difunto también hace unos años en un accidente poco definido), soltero y sin hijos. Así, siendo yo el único y legítimo heredero, partí de inmediato a hacer uso (testamento e inventario de por medio) de mis recién allegados bienes.
El bosque aledaño ya no llamó en absoluto mi atención Mas esos pasillos interminables plagados de recovecos inexplorados me tuvieron en exploración constante y obsesiva durante los primeros días. Apenas si paraba para comer, cuando mi cuerpo al borde del desfallecimiento hacía acuso de sus necesidades, o dormir, donde me agarrara el sueño.
Un día desperté, muy avanzada la mañana, en la que supo ser la cama del Conde. No recordaba haberme acostado ahí, pero qué más daba; todo era mío entonces. Me senté en la cama desperezándome y así fue que, observando con nuevos ojos, reparé en el tapiz que cubría por entero la pared de enfrente. Me paré, tomé el borde de la tela, cinché con fuerza y.
Aquí estoy. He llegado al laboratorio que a fin de cuentas es real y tan lleno de frascos y utensilios como de telarañas. La antorcha se va consumiendo de a poco. Tendré que apurarme a encontrar la pócima maldita. Revuelvo frenéticamente las estanterías, derramo incontables recipientes de vidrio que ruedan y estallan contra el suelo adoquinado. Un vaho insano flota en el aire dificultando mi respiración. La luz se va extinguiendo. Salto de un lado a otro de esos charcos vaporosos que poco a poco van expandiéndose en todo el piso. Hallo una estantería oculta detrás de una cortina (intuyo la falta de creatividad de mi tío en cuanto a los escondites). Una botellita desprende con fugacidad un brillo que rebota en mi pupila y me despierta la necesidad incipiente de agarrarla, de tomar de un sorbo todo su contenido (así sea veneno). Estiro el brazo. Estiro los dedos que se cierran circundándola, trayéndola hacia mi cara de asombro estupefacto, de parálisis congénita ante lo brusco e inesperado. La botella está vacía. Pero no es eso lo que me aterra, y al mismo tiempo maravilla, sino que donde estaba la repisa hay ahora una abertura desbordante de luz que en un impulso incontenible atravieso de una zancada.
No sé cuánto tiempo llevo en esta isla pequeña. Ya he dado varias vueltas sin encontrar más nada que mis propias huellas. Por ahora tengo comida (hay un par de árboles frutales y algunas plantas cuyas raíces quizá pueda comer en un aprieto). No he visto más animales que un gran pájaro desgarbado y largo con cierto aire jurásico. Paso el día entero tirado bajo un árbol (el sol es insoportablemente sofocante la mayor parte del tiempo) excepto cuando vienen esos arranques y me pongo tenso, furioso, y corro arrebatadamente de un lado a otro, hasta que caigo junto al vestigio de otro cuerpo caído, que no es otro que el mío mismo.
Una sola vez vi la silueta de un barco, o lo que creí una silueta de barco, allá lejos en el horizonte. Eso me dio una idea; por cierto nada original, digamos que no inventé la rueda, ni la pólvora (aunque ésta última me vendría bien al menos para armar un fuego por las noches que son excesivamente gélidas), pero una idea que tarde o temprano podría resultar mi salvación.
Tengo un pedazo de papel y una pluma fuente en un bolsillo del saco. Escribir la carta pidiendo auxilio es más bien fácil. Ya lo he hecho. Ahora sólo me falta encontrar algo para meterla adentro y largarla con la marea y la suerte de mi destino. Di varias vueltas más a la isla, que cada vez me parece más exigua, pero nada. Nada. Pienso. Si al menos no hubiera soltado esa botellita instantes antes de atravesar esa última puerta. |