Y amaneció lloviendo tras los cristales, llenando de humedad el aire. No era muy luminosa la mañana, pero si transparente ¡ demasiado!. Volaban almas y palabras: eran gente y ruido, mucho ruido; como esa “ excesiva pureza” en forma de halago no solicitado y falsamente regalado; como si con ello se pretendiera distraer y enturbiar a la esperanza, para que deje de sembrar la tierra con esas semillas que alberga el alma, hasta para la más profunda y dura de las piedras.
En la más elevada de las cumbres estalla la naturaleza en su simplicidad y nacen las más sencillas flores, entre las rocas y las piedras, pero sin espinas, sin defensas, porque allí están seguras de no ser desposeídas por cualquiera. Son sencillas esas flores, porque no compiten entre ellas, se desbordan amorosas solamente para las cumbres más bellas, y están satisfechas de deshojarse en colores, solamente para esa altura entre el cielo y la tierra; como la simplicidad, que hunde más sus raíces en la conciencia, que la más intelectual de las ideas y pensamientos, porque no se pierde en los vericuetos y laberintos de la soberbia.
Tampoco están solas las flores ¡no teman! Respiran la hermosura del Cosmos, y saben que el Sol siempre calienta y que las sombras se llenan de Luna y Estrellas. Y han aprendido en soledad a escuchar la música de la vida y a bailar con ella, sin pretender dominarla, ni poseerla. Y también, cuando las nieves llegan y los vientos huracanados soplan su helada de frío, saben dormir acunando sin miedo a la noche y sin pedir nada esperan..., esperan a que ese alboroto y ese ruido cese, ¡sin temor a perderse!.
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