Caminaba hacia mi casa, las construcciones se imponían como avalanchas de concreto tratando de destruir todo a su paso; el ruido proveniente del ambiente ensordecía, provocando, además, el peor dolor en la cabeza.
A pesar de todo, me sentía en casa, había vivido tanto tiempo en esa montaña gris de miseria e infelicidad, que ya me había acostumbrado a ello.
Movía mis piernas sin saberlo; mi mente estaba en reflexiones estúpidas sobre la vida; amores y dolores, tristezas y alegrías, cosas y no cosas, cualquier inutilización del cerebro en cosas sin importancia. Sólo descubrí cuando ya era tarde, que un monstruo gigantesco estaba siguiéndome, cada vez era más grande; era peludo y pareciese que envolviera varios metros a la redonda; sus ojos, cuando se descubrían, irradiaban miseria y frialdad.
Fue ese día, en el que, por culpa de perder mi inocencia y descubrir lo que es la vida, ese ser me acompaña a donde quiera que yo vaya, agobiándome.
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