PLUMAS DE MADERA
Esa noche la luna se desgajaba entre los árboles. Su luz de hada corría sin prisa entre las ramas y los troncos.
Arriba como guindadas con hilitos las estrellas brillaban con sonrisas de viento.
Ya eran más de las 10 y el sueño no entraba en su mente.
Árboles caídos y negruzcos daban vueltas en la mente del niño.
Sebastián no sabía que hacer; su vecino le había contado que el alcalde de su pequeño barrio había anunciado que iba a convertir el diminuto bosque en una gasolinera y centro comercial.
En ese momento se acordó de Red, una lapa roja que vivía en ese sitio. Todos los días ella volaba desde el bosque hasta su casa para comer almendras y semillas de girasol.
La recordó con sus colores vivos y fugaces semejantes a un arco iris cuando despierta después de una tarde de lluvia.
Las imágenes siguieron entre revoloteos de mariposas, titíes y cientos de animalitos más.
Él empezó a llorar. Tenía miedo de lo que pronto podría ocurrir.
Desesperadamente tomó su mochila, sacó un cuaderno y entre líneas temblorosas escribió una carta diciéndole a sus padres que iba a salvar el bosque.
Recorriendo los rincones de la casa buscó comida, algo que llevar en ese viaje que iba a emprender.
Salió en medio de la noche y recorriendo 3 kilómetros llegó hasta el silencioso bosque.
Y ahí escondidas entre las sombras, semejando a monstruos gigantes de destrucción estaban las maquinas, con su armadura metálica listas a destruir a la naturaleza viviente.
A su alrededor habían árboles talados, tierra removida que se partía sin sangrar.
Sus manos abrieron el cuaderno y bajo la luz de un tractor dormido hizo notas con un pedazo de carbón de lo bueno que era ese bosque para la comunidad, en compañía del canto de los grillos escribía consejos, cosas buenas de ese sitio, las pegaba en los árboles, utilizando espinas, pequeñas lianas y cualquier cosa con que pudiera anudar.
La noche avanzaba jalando una carretada de estrellas. El viento bajaba y subía entre los brazos de los árboles.
La madrugada se asomaba con su manto de neblina. El niño sintió un frío inmenso y entre luciérnagas de plata el sueño apagó sus ojos.
La mañana llegó acompañada del bramido de los gigantes de hierro.
De pronto pararon los motores y empezaron a leer los papeles que colgaban de los troncos de los árboles.
Un hombre grande de chaqueta negra y casco amarillo leyó lo siguiente: Los árboles son nuestros amigos, nos los destruyamos. Algunos viven muy cerca de nosotros, y otros un poco más allá donde los postes de luz aún se niegan a llegar.
Aquí el grillo es dueño de la noche juntos con los búhos y los murciélagos. A todos les gusta platicar con las estrellas y escuchar en silencio el llanto de la lluvia.
Los árboles disfrutan de todo esto.
Aman a la hormiga que sube entre sus ramas.
A la ardilla y sus crías, a las aves y su canto.
A ese viento que en las tardes le cuenta mil historias y en las noches aúlla semejando a una fiera.
Eso y más son los bosques un pequeño jardín de cielo puesto en nuestra tierra.
¿Qué ganamos con destruirlos?
El hombre guardó el papel en su chaqueta. ¡Ese día no trabajaron! Y mañana tampoco. ¡Era domingo!
El lunes muy de mañana toda la familia y vecinos de Sebastián estaban esperando en la entrada del bosque. Levaban pancartas y rótulos variados. Exigían la preservación del bosque y los animalitos que lo habitaban.
Las máquinas apagaron sus gargantas y las voces de los hombres dialogaron.
Un canto hermoso de aves los hizo mirar hacia arriba. En la cumbre de un cedro estaba Red desplegando sus bellos colores al sol, a su lado otra lapa con 5 huevos de amor.
Los hombres se miraron…
El pueblo esperó un milagro…
El grito de las aves se adueñó del aire y una brisa de viento se llevó el eco en sus espaldas a recorrer rincones y senderos del bosque.
Hoy Sebastián visita con su hijo aquel centro comercial y con una sonrisa en su rostro mira a lo lejos un bosque que se alza en el horizonte, majestuoso y bello como las alas de una gran lapa roja.
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