EL CARRETERO
Los ojos de la carreta se hundían en la noche. A su lado un par de bueyes teñidos de barro rumiaban estrellas.
El patio del frente estaba manchado de sombras, con una luna que corría en lo alto pisando pegostes de nubes.
La casa tenía dos inmensas ventanas, una sola puerta y un corredor estrecho que miraba al horizonte.
Su dueño...
Hacía carretas
Pintaba carretas
Vendía carretas.
Era un hombre solo, amable, sin años, con un corazón dulce y sonoro como el eco de una caverna.
Su nombre: Mauro.
El decía que la madera de roble que había en la montaña era la mejor. Por eso la cortaba de noche para evitar la furia de los espíritus del bosque.
Cada quince días lo veían salir de la espesura, a eso de las doce de la noche con sus carretas cargadas de troncos.
-Ahí va Mauro –decían los vecinos – y los más viejos se santiguaban.
-Dios sabrá lo que hace ese hombre montaña adentro.
- ¡Cortar madera! ¿N0?
-Uhhmmmm ¿Quién sabe?
¡Y se corrían rumores!
El asunto era que cuando Mauro estaba en su labor de construir carretas, el pueblo era feliz, la tierra, sus siembras, sus árboles, su gente... todo prosperaba.
Había algo extraño irradiando de aquella choza hacia sus alrededores.
¡Sí! Algo extraño pero bueno a la vez.
Los años subieron y bajaron la cuesta del pueblo una y otra vez.
Y la muerte en su carreta de sueño visitó a Mauro un trece de abril.
Lo vieron entrar anocheciendo a la montaña, oyeron sus carretas regresar, pero a Mauro nunca se le volvió a ver.
¡Volvieron los rumores! ¡Malos! ¡Oscuros! ¡Hirientes!
Alguien fue juzgado, sentenciado, condenado...
Su crimen: Construir carretas con madera de la noche.
Desde ese día en adelante todo fue infortunio. Llovía muy poco, los ríos se ahogaban en arena, escaseaba el agua, la comida... pero cuando llegaba el mes de la muerte de Mauro, la lluvia regresaba, la vida surgía a empujones y la gente temerosa guardaba granos y alimentos para sobrevivir.
Esto se repetía año tras año y los vecinos cansados de tanto sufrir trajeron un cura de afuera a bendecir la tierra y el caserío, a derribar la choza del carretero y a quemar todas sus antiguas carretas.
Eso lo hicieron en mayo esperando con ansias la lluvia bendita.
En el cielo huyeron las nubes, en las casas aumentó el hambre.
Los días fueron más largos y el abril esperado nunca volvió.
Se apagó el canto de las aves...
Se ahogó el sonido de los ríos...
La gente que huía hacia tierras lejanas, llevaban por dentro una enfermedad que los consumía.
Era su herencia... estaban malditos.
Y así una tarde del día 13 del cuarto mes... antes de que la noche se acostara sobre el polvo del camino, una carreta con la espantosa figura de Mauro llevaba hacia las sombras al último ser vivo que había habitado aquel mísero poblado.
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