LOBRA
Vivía allá, donde los postes de luz aún se negaban a llegar. Un sitio con caminos que se retorcían en recuerdos oscuros.
Ahí el grillo compró la noche, o talvez se la fue robando al monte el cual nunca le supo dar un buen fin. Lo cierto era que ahí vivía, temeroso de un futuro que lo hería sin querer.
Le gustaba platicar con las estrellas, escucharlas, disfrutar de aquel lenguaje tan parecido al de los arroyos que a ratos se vestían de invierno.
Su nombre... Lobra.
Cuando nació, le mostraron dos opciones a escoger: arrastrarse por la tierra o crecer o crecer...
Escogió una y empezó a soñar.
Todo en la vida tiene una promesa y la suya era grande, inmensa.
Había escogido ser un árbol, uno de esos que crecen sin parar a menos que...
Y recordó lo que una luz le había contado en el momento en que dispuso no ser serpiente.
Aquello venía de atrás, de muy atrás, cuando el tiempo se empezó a contar en nuestro mundo. Árbol y serpiente fueron las dos únicas creaciones de la Naturaleza que el Señor permitió tener decisión de ser esto o aquello, antes de incursionar en el ciclo de la vida.
Y así fue, cada vez que una semilla no nacía, de seguro una serpiente lo haría.
Pero que hay de la promesa a los que crecen y crecen.
Lobra recordaba muy bien aquellas palabras: Si en tu corto paso por esta tierra, logras crecer y crecer sin ser visto ni tocado por un ser humano, ganarás el derecho de vivir eternamente en los jardines del Edén cuando acabe tu existencia.
Sin olvidar que es por ustedes que guardo un cielo para los hombres, las oraciones que me elevan día a día detienen mi ira contra esta raza..
Son ustedes sus guardianes y entre más alto se eleven, más presto estaré a escuchar sus rezos y bañarlos con mi perdón.
¡ Qué lástima que no lo sepan !
¡ Qué pena que la caridad siga sin conocer a la gratitud !
Cientos de gotas espantaron los recuerdos y Lobra se estiró feliz, esperanzado de crecer.
Amaba a la hormiga que subía por sus ramas.
A la ardilla y sus crías, a las aves y su canto.
A ese viento que en las tardes le contaba mil historias y en las noches aullaba semejante a una fiera.
Se encariñó con la vida, con el cielo, con sus astros.
Aprendió hábilmente a engañar al tiempo, a formar seres y cosas con las nubes y los sueños.
Una tarde conoció a una serpiente, dialogaron tanto, que los años arañaron su piel.
Vivió mucho, muchísimo sin dejar de crecer y cuando un día los hombres posaron sus miradas sobre él, ya no estaba, a pesar de que el viento tarde a tarde le seguía contando sus historias.
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