EL JOYERO DEL TIEMPO Pensaba que era un ratón, sentado dormitando en aquella piedra de río. Muy despacio se le fue acercando hasta quedar muy cerca de él. El río por su parte cómplice de la aventura a comenzar, seguía cantando su canción sin dejar oír al hombrecillo los pasos que se le acercaban. Era tan pero tan de mañana, que el sol apenas buscaba asomar sus ojos entre dos cortinas de nubes. Gary sentía que el corazón se le salía del pecho, y temía que aquellos latidos fueran a alertar de su presencia a aquel mágico ser. Porque claro que no era un ratón, conforme se fue acercando pudo comprobar que era nada más y nada menos que un duende de verdad. Por más que sus quince años le gritaran que esas cosas no existían, él no podía negarlo, ahí estaba al frente de sus ojos, cabeceando y todo vestido de verde. Debía pensar rápido; tenía que atraparlo. Había escuchado una que otra historia acerca de estos seres, pero lo que creía de ellas y le interesaba, era tanto o menos de lo que le importaban las matemáticas del colegio. Pero ahora era diferente, ahí estaba; y que si fuera cierto de aquello que quien lo atrapara se le concedía un deseo. Sin pensarlo dos veces tomó una piedra del río y la arrojó corriente arriba, al mismo tiempo que se lanzaba como desesperado sobre aquel menudo ser. La suerte le sonrió a Gary, ya que el duende a pesar de dar un gran salto en el aire, fue atrapado por las manos veloces del joven. Suéltame, suéltame, gritaba furioso el hombrecillo, mientras intentaba inútilmente escapar de su captor que lo sujetaba. Al ver que nada lograba con sus gritos y forcejeo exclamó: Suéltame y te concederé un deseo. Al oír esto el joven casi lo soltó, pero al momento recapacitó y le dijo: solo si me lo prometes te soltaré. El duende dijo muy seriamente: Suéltame ahora mismo o no te daré nada. Estuvo otra vez el joven a punto de soltarlo, pero jugándose el todo o nada gritó: Solo que me lo prometas te soltaré. Luego se hizo un silencio que pareció eterno, y el duendecillo exclamó: Te lo prometo suéltame y te concederé un deseo.
Apenas lo hubo acabado de soltar; el duende soltó una carcajada, y agregó con tono misterioso: ¿Cuál es tu deseo? El desconcierto se apoderó del muchacho que no sabía en el momento qué pedir. El hombrecillo lo notó y con expresión de burla dijo: Piénsalo bien porque nunca nada bueno resultan de mis deseos. Y como quien no tiene prisa, se puso a comer un mango maduro picoteado por los pájaros. Al terminar le dijo: Ahora sí, cuál es tu deseo. El joven contestó: Quiero una cajita de no muy grande tamaño, que yo pueda cargar y llevar donde se me antoje sin ningún problema, la cual cada vez que abra, contenga oro y piedras preciosas. El duende sonrió malicioso y agregó: Aaahhh, lo que tú quieres es un joyero del tiempo. Una caja, continuó diciendo, que te llene de riquezas. - Sí, sí, gritó con entusiasmo Gary. - Tu deseo está cumplido, búscala debajo de aquella piedra que está en la orilla de ese tronco. Apenas hubo escuchado esto, el muchacho corrió hacia el árbol y sacó debajo de la piedra una caja negra de un metal reluciente como jamás nunca había visto en su vida. Se disponía a abrirla, cuando en ese momento lo detuvieron las palabras del duende que le advertían: Recuerda, cada vez que la abras en busca de ese tesoro prometido, ella te cobrará un año de tu vida. Así es Gary, en cada uso del joyero té volverás un año más viejo. Por eso úsala solo cuando verdaderamente la necesites. Dicho esto desapareció tras el espeso follaje, dejando al jovenzuelo sumido en sus pensamientos. Aquella noche apenas pudo medio dormir, debido a las constantes pesadillas y excitación que lo invadía. A la mañana siguiente buscó ansioso debajo de su cama, pensando que todo aquello había sido un sueño. Pero no, ahí estaba la pequeña caja impaciente por devorar los años de su vida. Durante ese tiempo el cofre se abrió solo en una ocasión, para festejar el cumpleaños de la novia de su dueño. Alguien amaneció después de aquella gran fiesta un poco más viejo, pero nadie en el pueblo lo notó. Con la llegada del siguiente invierno, murió el padre de Gary, y con ello las cosas se tornaron cada vez más difícil. Siendo él, el hijo mayor de aquella familia , tuvo la responsabilidad de velar por su madre y sus dos hermanos. Trabajó duro, muy duro, pero sus esfuerzos no fueron suficientes, para sacarlos de aquella pobreza que se los quería tragar. Fue como una maldición y los tiempos malos vinieron uno tras otro. Hasta que aquella cajita, se comenzó abrir una y otra vez. Las cosas cambiaron, sí, cambiaron y mucho. Su familia se convirtió en la más próspera y rica del lugar. Gary por su parte una mañana al mirarse al espejo no pudo más, y le dijo a su madre que deseaba viajar a tierras lejanas a probar suerte. Por más que se le insistió no se logró hacerlo cambiar de idea. Y en un atardecer pintado de gris, partió dejando todo lo que amaba. Por años escribió, contando sus viajes que hacía alrededor del mundo. Su madre le contaba lo bien que vivían, y en los grandes empresarios en que se habían convertido sus hermanos menores. Año con año recibía grandes sumas de dinero, y las cartas repletas de amor de su querido y recordado Gary, el cual nunca envió una foto suya por más que ella se lo pedía. Hasta que un día las cartas cesaron, y el silencio se apoderó del papel. Una mañana llegó a aquella hermosa casa, un anciano muy culto y elegante, cansado y enfermo, triste y pensativo. Decía conocer a Gary y un último mensaje traía de él, ya que este no podía volver más a su hogar. La madre bebió cada una de las palabras de aquel hombre que conocía y le recordaba tanto a su hijo. Esa noche, el viejo durmió al abrigo de aquel hogar que le arañaba con su pasado cada fibra de su ser. Compró una casa cerca de aquella familia de la cual se convirtió en un gran amigo, principalmente de la señora, que lo quería tanto por los recuerdos de su hijo. Amanecía, cuando un anciano de unos noventa años, le entregaba a orillas de la piedra del viejo río a un hombrecillo vestido de verde, una pequeña cajita negruzca. El pequeño ser lo miró con risa burlona a la vez que le decía: Disculpa la pregunta pero, ¿ hoy no es tu cumpleaños? - Sí, respondió el infeliz. - Y se podría saber cuántos cumples, indagó el otro. - Cuarenta, respondió el viejo, con aquella voz que le desbarataba el pecho. |