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“Dios sabe si hay dulcinea o no en el mundo,
o si es fantástica o no es fantástica”
Don Quijote de la Mancha


La noche se admiraba en aquel inmenso lago mientras la tenue brisa revoloteaba en la fogata. Bebí de lo que había y conversé muy animado hasta que la noche me llamó a contemplarla; recostado en la arena ví como su belleza era inagotable, “Incomparable” habría dicho si tú, mujer, no hubieras estado ahí.
De pronto, tu mirada se posó sobre la mía, nos acercamos levemente y rocé tu boca (sólo eso, la rocé) y todas las noches, las más bellas si se quiere, fueron omitidas lentamente, una a una, cuando tus labios, dadores de vida, cobijaron los míos, como si fueran uno, como si nunca hubieran sido dos.
El lago susurraba en el silencio y dejaba entrever invitaciones para surcarlo, los muchachos ya estaban adentro y nosotros locos, locos por imitarlos. Lamentablemente el frío venció a mi cuerpo, como el color es vencido por el blanco espeso del invierno, pero afortunadamente estabas conmigo, me abrazaste para soportar el frío juntos, para que nada destruyera lo que la noche ya había unido.
La fogata se extinguía, la mañana era un rumor a voces que la brisa se encargaba de comunicar, huimos de la playa y las calles sin asfalto se transformaron en testigos silentes de nuestro caminar sin rumbo, nos importaba más la compañía que un destino al cual dirigirnos.

- Hay algunos- te dije en aquel trayecto ciego- que le regalan la luna a las personas que quieren, otros que regalan el lago para no ser menos, y otros, más soñadores, regalan su corazón o su alma dependiendo de lo enamorado que se encuentren.

- ¿Y tú?- me dijiste- ¿y tú que me regalarás?

- Nada de lo nombrado, nada…

- ¿Y entonces?- me preguntaste confundida

Saqué desde mi espalda una flor pequeña, rosácea, que había cortado momentos antes sin que te dieras cuenta, y junto con ello dije:

- ¡Esta rosa! -entregándotela con un solemne ademán-, pues los grandes imperios alguna vez fueron pequeños, tan pequeños que habría sido una locura hablar de imperio en esa pequeñez primitiva, pero al fin y al cabo en esa pequeñez estaban los cimientos de la grandeza, de lo eterno, de lo que potencialmente se puede llegar a ser.

Te sonrojaste sutilmente mientras el silencio acallaba hasta el más leve susurro del viento.

- Es por esto –proseguí- que prefiero cimentar con una simple rosa lo que más adelante puede llegar a ser un imperio, y no con una magnífica luna lo que más adelante, con seguridad, será un mero pueblo o una comuna perdida en el inconsciente colectivo.

- Gracias…jamás…jamás pensé que una rosa fuera tan importante para los imperios- dijiste emocionada mientras la sonrisa se alojaba en nuestros labios.

El silencio fue nuestro cómplice en los minutos siguientes, la noche comenzaba a despedirse y los caminos eran cada vez más desconocidos, quisimos regresar pero una casa enorme, con los vidrios rotos y la pintura descuidada, llamó nuestra atención, nos miramos y nos dimos cuenta que sólo restaba una cosa por hacer…entrar.
Tomaste mi mano apenas estuvimos en el interior, caminamos lentamente por cada pasillo y cuarto que salía a nuestro paso, volteamos varias veces por si algo o alguien aparecía desde la oscuridad, pero nada, sólo éramos tú y yo en una casa abandonada, sólo tú y yo disfrutando del otro, de la compañía, de la respiración, del tenue sonido que producían nuestras voces. La planta baja ya no escondía sorpresas cuando las escaleras nos invitaron a subir, la aventura debía ser completa, por lo que aceptamos su invitación.
Nada fue diferente en los pisos superiores, la soledad deambulaba en el ambiente y pocos muebles adornaban los espacios, hasta que llegamos a la última habitación del cuarto piso, tenía la puerta algo trabada, la noche, de vez en cuando, se escondía en su interior. Parecía que el mundo se había olvidado de ella, incluso al momento de extirpar, en la gran mudanza, cada objeto que la componía. Con una cama elegante en el centro y un sillón de varios siglos a sus pies, el cuarto demostraba cierto aire clásico en su composición, aunque el polvo y las arañas no ayudaron mucho a mantener.
Caminé por toda la habitación mientras tú, ensimismada, observabas la rosa como si todo el mundo se contuviera en ella, quise hablarte pero un portarretratos, oculto por el polvo minutos antes, se transformó en pedazos, dejando en libertad la fotografía que ocultaba. “No la veas”, dijiste. Luego tomaste mi mano para posarnos en el sillón. Una vez allí rozaste tu nariz en mi rostro, mientras tu mirada construía un puente con la mía, “Te quiero” dije sutilmente, y con un beso largo respondiste mi osadía, las caricias continuaron hasta que el miedo de perderte nubló mis sentidos, me aferré a tu regazo como pidiendo que aquel momento no acabara, pero el sueño, como cruel verdugo, se encargó de hacer lo que no quería que pasara.
A la mañana siguiente los muchachos me despertaron en medio de la playa, no supe porqué ni cómo llegué ahí, ellos decían que no me había movido del lado de la fogata una vez que me atacó el frío, pero tú y yo sabemos que no era así.
Para detener las dudas que comenzaban a rondar en mi cabeza te busqué, en cada rostro que pasaba traté de encontrar el tuyo, en cada mano que tocaba traté de tocar las tuyas, pero nada. La gente comenzó a huir, mis actitudes eran suficientemente extrañas como para asustarlos, aunque mi miedo, el miedo de no volver a verte, era el más grande que por esas calles haya pasado. Fue entonces cuando volví al lugar de origen, cerca de la fogata, y hallé la única prueba, ajena a mis sentimientos, que confirmaba tu existencia, aquella rosa que mirabas ensimismada la noche anterior. No quise perder más tiempo y me adentré en las calles sin asfalto en busca de la casa abandonada. “Tal vez aún se encuentre ahí” pensé.
Una vez hallada mi sorpresa fue mayúscula, puesto que la casa no estaba maltrecha ni abandonada, sino que muy bien habitada por los pasajeros de un hotel internacional. No lo podía creer, todo en su contra y la rosa seguía luchando en soledad por el imperio que le habíamos prometido.
Luego de varios minutos, me di cuenta que no importaba lo que dijera el mundo acerca de tu existencia, si la confirmaba o desmentía, puesto que mis recuerdos tenían tu esencia y mi alma la ilusión genuina de volver a verte, situaciones que la inexistencia, ese punto cercano a la nada, no podía provocar bajo ninguna circunstancia.

Basta con que vivas en mí para que seas.

Texto agregado el 12-09-2009, y leído por 117 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
12-09-2009 Me recordó a la escritora María Luisa Bombal, pero acá encontré más poesía, me gustó mucho. Fuerte, pero cierto, existimos cuando vivimos en los demàs. Lo triste es saber que esta afirmación tb nos lleva a pensar que morimos un poco cuando nos olvidan. adelayda
 
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