Estaba recordando cuando a la fuerza la besé esa tarde y ella con furia me empujó hacia atrás. Luego de un salto se trepó en su caballo, me miró con desden, sonrió y galopó tan rápido que mi persecución fue infructuosa. La vi jinetear con sus brazos desnudos, su espalda erguida, su talle esbelto y me preguntaba si algún día ella cabalgaría sobre mi. Admiraba su gallardía, pero temía su ingenio. Su altivez hacía que me sintiera su vil esclavo, pues ante la mirada profunda de sus ojos claros me rendía impotente en mis delirios. Me atraía el engaño y la altanería de su conducta, al mismo tiempo que reprochaba la mía. Esa pasión reprimida me estaba matando, dos fuegos luchaban patéticamente; cuerpo y mente, siendo árbitro el corazón.
Mi bandida favorita. Nunca tenia las pruebas suficientes para arrestarla, esposarla y tal vez… Hasta ese día cuando herida la trajeron al hospital del pueblo. Maldije en silencio al imbécil cobarde que se atrevió a dispararle. Con la excusa de su declaración fui a visitarla. Sus labios entreabiertos y secos me invitaron a humedecérselos suave y delicadamente. No hubo rechazo, sólo la insinuación para que la dejase escapar. No obstante, mi juramento de honor pesaba más que el paroxismo que ella provocaba en mi. Tres días después salía esposada hacia la cárcel, me clavó su mirada inquisidora, taladrándome en lo más profundo de mi ser. Creí enloquecer, podría soportar su insolencia más no su desprecio.
Transcurridos dos meses desde ese día, una noche cuando llegué a casa divisé su silueta. Aún en la oscuridad reconocí su presencia, palidecí y tartamudeando intente preguntar: por?, cómo? Ehh… Te doy sólo dos opciones, dijo. Me entregas o te entregas!. Vaya decisión irreducible al pensamiento o al discurso. Me inundaba un deseo violento de poseerla, me abalancé sobre ella, quería devorarla, arranqué su ropa con fervor, la tumbé sobre la mesa y abrí sus piernas con violencia. Ella me detuvo y susurro en mi oído; suave, suave. La miré indeciso, no entendía como alguien de su carácter podría derramar tanta dulzura, pero el palpitar frenético de su corazón, el sudor de su cuerpo, sus tímidas caricias pronto subyugaron mi ímpetu de macho salvaje. Entonces recorrí su cuerpo con mi lengua, deteniéndome en la zona podada de su sexo. Mientras ella con la yema de sus dedos se deslizaba en mi espalda presionando aquellos puntos sensibles que me hacían estremecer y erguir de placer…
|