A Y.A.S.C.
Al final de cuentas,
todos los viajes valen la pena,
si tu puerto es el destino.
Ya lo sé, ni soy el primero en decirlo, ni seré el último: los hospitales son detestables. Tan blancos, alargados, laberínticos y frígidos, son una especie de entrada blanca al infierno, al mío personal cuando menos.
La puerta grande, que sirve de entrada y rara vez de salida, se me antoja como la boca de un leviatán dispuesto a encerrarme en alguno de sus recintos y, a un costado, apenas viviendo, el vigilante, bigotón, casi como un zombi reducido a mover los ojos mientras sacude un bolillo, me pide que abra mi maleta.
El pasillo de entrada parece nunca acabar y las señoras regordetas que sin mirar a los lados andan recias me golpean con sus hombros, forzándome a un baile ridículo. Inclusive, alguna de las descaradas, después de golpearme es capaz de reprenderme por no fijarme por dónde camino. Es cierto, los hospitales son un maldito infierno.
Luego, para mi eterna dicha, el ascensor, la pequeña caja de fósforos que para todos parece ser algo tan normal y que para mi es una especie de caja espacio-temporal. Subirse, ignorar por segundos o minutos a los compañeros de enclaustramiento, el arranque como un retorcijón, el lento cambiar de los numeritos rojos en la pantalla. -Piso dos – dice el más aventajado de los presentes, que siempre resulta ser un hombre de mejillas coloradas y ojos saltones. –Permiso – responde entonces una mujer-hormiga que lleva en sus brazos un bebé. La mujer camina cómo saltando y en tres brinquitos se ubica afuera de la caja, justo al tiempo que la puerta, y he aquí otro punto que aborrezco de estos aparatos, se cierra sin avisar.
Otra vez el retorcijón y esa mínima distancia entre piso y piso parece alargarse por una eternidad, de ahí lo que sean cajas de tiempo. Recuerdo que cuando los ascensores están por detenerse se crea un vacío, algo apenas menor que el que deben sentir los astronautas al alcanzar la estratosfera.
-¿A usted no le sucede?- le digo a la vieja que está a mi lado y que parece estar más preocupada de acomodar su tapabocas para que alcance a entrar el aire específicamente necesario.
-¿De qué habla?- me replica sobresaltada y algo disgustada por mi irrespeto a la regla tácita de limitar la interacción social ascensoril a un básico buenos días o tardes y un hasta luego.
-De nada, olvídelo, sólo se me escapó un pensamiento- le digo y me reprendo a mí mismo por mi torpeza.
Y ahí sucede entonces, el vacío del ascensor que se ha pasado unos metros de su parada y en un esfuerzo mágico retrocede el tiempo para encajar en el espacio exacto de la puerta del tercer piso.
-Hasta luego- digo, casi enfatizando en el luego y recibo un unísono hasta luego, seguido por otra voz que también se atreve a romper el código de la caja tempo-espacial – A mí también me pasa-. Sonrío y acomodándome la chaqueta empiezo a caminar por esos interminables callejones que parecen llevar a ningún lado.
Pienso en Alejandra, Alejandra magullada, Alejandra enchufada, Alejandra en bata blanca, Alejandra en incubadora, siempre Alejandra.
-305, 305, 305- replico en mi mente una y otra vez, casi como una letanía, como un mantra que me conduzca a los ojos de Alejandra. Alejandra Bicho, Alejandra Ojos.
Voy tan concentrado en las tres cifras que los reflejos apenas me dejan reaccionar para saltar a un lado y evitar que un paciente-silla de ruedas-locomotora me arrolle en su raudo transitar clamando a gritos por la presencia de una enfermera y detrás, ahí no más, persiguiendo al sujeto, centauro rodante, un enfermero flacuchento.
Alcanzo a escuchar como de la boca del resignado enfermero brota una sonora frase que siento mía, pero que agradezco sea el quien la diga. –Hijueputa, estos hospitales son de lo peor. Alguien pare a este chiflado–.
Me divierte la cara del señor que aprieta el brazo de su hija, de unos 15 años según calculo, como no queriendo dejarla a merced de esos centinelas de ropa azul vaporosa.
-De la 300 a la 317, hacia la derecha. De la 318 a la 330 a la izquierda. Unidad de Neonatos derecho- Digo en voz alta repitiéndome lo que anuncia el pequeñísimo letrero verde que se agarra del techo y que amenaza con caer sobre la cabeza de cualquier desprevenido. De repente descubro que no recuerdo para qué habitación voy.
-Maldita sea, maldita una y mil veces- vociferó, y de la nada aparece un pigmeo en traje verde, que adivino es de cirujano, poniendo el dedo índice de la mano derecha sobre la boca y señalándome con la otra mano un letrero apenas perceptible que reclama silencio.
-Está en un hospital, compórtese- me dice el muy bastardo.
-Ese es exactamente el problema- digo entre divertido y ofendido, -estoy en un maldito hospital y ya olvidé para dónde carajos voy-.
El duende este me mira como si sus ojos fueran puñales y pasa a escasos centímetros de mí, por lo que supongo su intención era la de estrujarme.
-320, sí, esa es la habitación. El letrero decía que hacia la izquierda- me anuncio triunfal y reanudo mi marcha con destino siniestro, pero pronto los callejones me empiezan a llevar de un lado a otro, de derecha a izquierda, un par de subniveles y al final un letrerito, sobre el que avizoro el anhelado 320.
Entro pisando firme y la cama está vacía. Maldita sea, Alejandra Fantasma.
-Señorita- digo llamando a una mujer, bonita por cierto, que pasa por la puerta. -¿Dónde está la paciente que debería estar acostada en esa cama-.
-Debe estar en otra habitación- me responde dulce y socarrona. –Esta habitación no se habilita desde hace algo más de un mes-.
No puedo evitarlo y vomito un carajo alto y resonante y la enfermera bonita lleva su índice a la boca. –Discúlpeme-, le digo –creo que me he perdido en los laberintos de este maldito hospital-.
-Ya lo imagino. Usted debería saberlo, los hospitales obligan a periplos impensados- me responde con voz dulce y no puedo evitar imaginarla en otra cosa, qué se yo, enfermera filósofa.
-Está bien, seguiré en la búsqueda del Santo Grial- le anuncio ante su cara de diversión por lo rebuscado de mi metáfora. Alejandra Santo Grial. Siempre Alejandra.
-Dígame el nombre de la paciente-, me pide y yo me alejo del mundo pensando en lo irónico del nombre, adjetivo, o lo que quiera que sea. Pacientes, los llaman pacientes. –El nombre por favor-, insiste.
-Perdón. Alejandra. Alejandra se llama-.
-Hay dos Alejandras, una en la 329 y otra en la 305. Escoja un número y buena suerte-.
Veo como se aleja sacudiendo sus caderas y veo como otro enfermero que sale de la 319 se queda mirando el trasero, por demás prominente, de la gentil mujer.
No debe ser la 329, ese número no me es familiar. 305. Lotería pálida de cemento. Alejandra Paciente. Allá voy.
Desando mis pasos hasta la intersección que divide de 300 a 317 y de 318 a 330 y veo venir nuevamente al pigmeo belicoso. Lo evado mirando hacia otro lugar cómo pretendiendo hacerle creer que no me he percatado de su presencia, hasta que esta vez si me choca con su hombro izquierdo.
Me siento tentado a devolverme y enfrentarlo pero entonces Alejandra Espera. Limito el enfrentamiento a un putazo mental y continúo la marcha.
Finalmente. 305. Cereza, cereza, cereza. El jackpot ha caído. Yo ganador. Alejandra Bella Durmiente.
-Hermosa- le digo entre susurros para tratar de despertarla y me cuestiono el porqué de hablar en voz baja si quiero que abra los ojos. Rozo entonces sus mejillas que tienen el tono rojizo que tiene siempre tiene las madrugadas de sábado cuando ha dormido sobre mi pecho.
Bicho que abre los ojos y yo no puedo arrancar mis ojos de la aguja que, cómo súcubo, se aferra a su tierna muñeca.
-Hola- me dice con esa voz entrecortada de quién se resiste a abandonar el país de los sueños. – Por fin llegas-.
-Si. Casi no lo logro-digo a secas para no entrar en detalles de ese viaje odiseíco por el hospital y sus recovecos.
-Tengo vecinas. María y Gabriela. María es la mamá, Gabriela es la bebé. Nació ayer a las 10:00 de la noche. Casi no llora. Es bella ¿no crees?- me pregunta.
-Si, que bella Gabrielita- respondo apenas mirando de reojo.
-Pero si no la has visto- me reprende con esa voz azucarada pero que golpea que utiliza cuando quiere regañarme. Alejandra Azúcar. Alejandra Profesora.
-Ya está bien. ¿A qué horas te dan de alta?- cuestiono desesperado.
-Los médicos dice que falta un buen tiempo- me replica.
Y yo empiezo a imaginar la visita diaria. La puerta del infierno, el vigilante zombi, las gordas golpeadoras en su trajinar, la caja tempo-espacial, el laberinto, el pigmeo belicoso, la enfermera bonita, habitación 319, no, habitación 305, Bicho dormido, Gabriela bebé bonita, María felicitaciones, María y Gabriela se van para su casa, envidia de Gabriela.
Y ahí, al final de todos esos viajes, está Alejandra, Alejandra Ojos de Gato, Alejandra Santo Grial, Alejandra Paciente, que desde la lejanía de esa cama larga y fría me mira con ternura premeditada y cortopunzante.
-Lo mejor es esperar- me dice- Bien sabes que no a todo el mundo le florece el corazón-.
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