Cuando la vi pensé que podía haber una conexión especial entre nosotros. Ella estaba sentada en la entrada del edificio, permanecía imperturbable, con la mirada perdida en algún punto de la calle, como si algo pudiese venir del más allá para trastornar los derroteros de su vida. Era bonita, preciosa yo diría, eso fue lo primero que se me vino a la mente. Al verla así, tan quieta y sumida en el silencio, me pareció una dama antigua que aguardaba la llegada de su héroe romántico. Su apariencia quizás no era la de una señorita de época, pero esa contemplación suya dirigida al infinito, provocaba en mí la admiración que de seguro habrán tenido los indígenas paganos frente a sus divinidades ancestrales.
Me senté a su lado cavilando incesantemente sobre la forma en que podría abordarla, personalmente, no estaba interesado en la calle como ella, ni en nada de lo que sucediera alrededor. Mi propósito era conversarle, hablarle de lo que fuera, cualquier tema aún por estúpido que fuese, serviría para engancharla y conocernos. Pronto, sus ojos se encontraron con los míos y esbozó una tímida sonrisa, creí ganar entonces algunos puntos con los cuales proseguir el juego y devolví su sonrisa con otra que me resultó parecida a la de un oligofrénico.
Comencé a preguntarle cosas típicas, aquel tipo de cosas tontas que poco importan, cuando realmente quería conocerla de otras formas, imaginando por adelantado el contacto con sus labios, el talle de su cintura y la conquista de otros tantos objetivos no exentos de connotación sensual. Luego quedamos sin tema de conversación, aun cuando yo seguía mirándola embobado gracias a ese aire de diva, gracias a esa fisonomía solemne y majestuosa que emanaba de todo su ser.
La música sonaba fuerte, los decibeles hacían retumbar la cuadra entera. Ambos habíamos sido invitados a la misma fiesta. Un ex compañero de la secundaria, quería festejar su partida hacia el extranjero. Ninguno de los dos había tenido contemplada la casualidad de hallarnos, no sabía tampoco donde estaban sus amigos y en cuanto a los míos, francamente no importaba, por ella era capaz de abandonar hasta un hermano. Discurrí entre mis pensamientos lo conveniente de subir con ella al departamento; la animación de la fiesta sería un buen indicio para tratar de entablar un contacto más estrecho.
- ¿Qué hora es? – me preguntó con gesto displicente.
- Las doce y media – contesté, para luego añadir si quería subir conmigo a la fiesta.
- No puedo – respondió – espero a alguien agregó, a sabiendas que su comentario desalentaría cualquiera de mis propuestas.
Su indiferencia y el frío de la calle congelaron rápidamente las expectativas que tenía.
No supe que más hacer o que decir, para ella no tenía más relevancia que una sombra, perdí toda esperanza, al percatarme de que mis esfuerzos por captar su atención resultarían completamente inútiles. Solo permanecí un instante más para que no se notara demasiado lo ridículo de mi accionar, aun cuando la desilusión me afectó tanto que mi rostro no podía ofrecer mejor aspecto que el semblante de un enfermo terminal.
El gran beso que después se dieron termino por aplastarme. Corrió a sus brazos con una inyección tal de energía que no dejó de impresionarme. Me sentí una cucaracha, una barata, algo totalmente insignificante. Ambas se abrazaron y besaron con locura, con deseo profundo y anhelante. Mi diosa pagana no estaba reservada para hombres.
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