La luna ondeaba en el alto firmamento, como en las leyendas de Bécquer, llena y
luminosa cual bola de blanca luz. Abajo, nosotras, sobre unos escalones sentadas,
hablando. Tú, que mirabas al cielo en busca de una especial estrella para ti, para que
fuese tu estrella de la suerte, tu pequeño ángel de la guarda. Y a mí, que me eclipsaba
la luz de tus ojos, me agradaba callar y escucharte bromear, decir esas tonterías tuyas
con las que intentabas alegrarme el alma; y pasar frío no era importante si tú me
hablabas.
Nada entonces me decía que meses después callaríamos las dos y el silencio sería
de hielo, frágil e hiriente, o de fuego, abrasador e inerte. Un mar de palabras sin
nombrar entre tú y yo. Cada una de ellas, al caer sobre el suelo sin el aliento de
nuestros labios, estallaban en mil pedazos dejando heridas sobre la piel aun sin
cicatrizar.
Espero desde el balcón abierto de mis ojos y de mi corazón, una respuesta de tus
labios. Unas palabras, un solo gesto, un detalle que me haga pensar que aun eres mi
amiga, mi “ojos grandes”, mi trébol de cuatro hojas... Sólo un descuido a través de tu
mirada, de tus palabras, de tus manos... Sólo uno necesito y decidiré no volver a
desalentarme, seguir luchando por lo que realmente merece la pena: tu amistad.
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