Martes. Me levanto en un lugar que no es mío y recorro con la mirada la frialdad de mi cuerpo inerte. Cual robot de un futuro no muy distante, comienzo a mover mis pies en un acto irracional y mecánico que me lleva hacia las cuatro paredes diminutas donde el jabón y la pasta de dientes intentan seducirme en sus caricias. Mi cabello no tiene forma definida y mis manos envejecen al contacto con el agua. ¡Que inexplicablemente ardiente está el chorro esta mañana! Los pocos retazos de piel que aún quedan empiezan a arder, y después de unos segundos, sin razón aparente el suplicio termina. Sigo viendo el humo que recorre mis poros, pero ya no lo siento. Termino. El pedazo de tela raspa mis sentidos y cae al suelo con el sonido que hace el desesperante unicel sobre el vidrio de las ventanas de mi infancia, en esa prisión sin reglas de libros y gente queriendo explicar lo que no interesa.
Sí, me lleva el recuento a la vida cuando aún no era de metal oxidable. Allá, donde lo que importaba era el color de las canicas y el tamaño del tunel donde me escondía de mis compañeros de juego, de mis conocido, hoy sin nombre y sin rostro. Allá donde enamorarse era un misterio al que le temíamos y le huíamos defendiendonos de las intrusiones de una mirada. Allá, donde conocí a quien nunca olvidas y a quien nunca entiendes, pero que entre sus brazos y un beso de buenas noches podía hacer que los raspones de la bici se convirtieran en victorias y trofeos para presumir. Allá donde los castigos eran dolorosos hasta que encontrabas el libro tridimensional de dinosaurios y el cuaderno coloreable de Walt Disney. Allá, donde el silencio era al dormir y las fiestas se limitaban a pasteles y payasos. Allá, donde no importaba nada.
Regreso. No puedo evitarlo y sé que no debo evitarlo. Tomo el rastrillo que me recorre el rostro para quitarme esas marcas de años que siguen saliendo erráticas y mal repartidas, y las condeno al olvido de un lavabo que las transporta hacia el infinito y recóndito camino debajo de la cloaca. Enguajo la poca espuma que quedó y tomo el pequeño tubo aromatizante para rociarme con un poco de esencia de mentira y aroma prefabricado. ¡Cuánto anhelo el olor humano al natural! Voy de regreso un momento, mientras atravieso mis ojos en el espejo.
Olores y aromas... No sabía que existían. Ese día me sorprendo respirando una rosa y descubriendo en sus pétalos a la primera mujer que me roba el sueño. Deshojo una margarita con el juego de azar más antiguo de la historia y me sigo preguntando si me quiere o me desprecia. A medio juego lo abandono y me refugio en la esperanza de que pueda respirar ese olor a rosa roja de jardín en su pelo, en su cuello. Sigo aún niño, pero empiezo a crecer y darme cuenta que las canicas las he perdido y no me importa. Que he crecido y no puedo esconderme en el tunel porque ya no quepo. Que los castigos no puedo ya velarlos con cuentitos blancos. Que los raspones van dejando cicatrices. Que las fiestas se tornaron aburridas y predecibles, y el pastel ya no tiene la forma que me sorprendía. Que los brazos que me curaban hoy pareciera que me oprimen. Que hay un mundo afuera. Que quiero... quiero... saber lo que deseo.
Vuelvo cuando la camisa ya se apoderó de mi torso y los pantalones cubren las cicatrices de la bici. Tomo un poco de gel y hago mi cabello hacia la forma que decida el movimiento previamente programado de mis manos. Salgo estilizado hacia el cuarto donde desperté esta mañana y saludo el cuadro de alguien que no conozco. Escucho, parcialmente, la risa detrás de mí que emana de las paredes como burlándose de mi plática con ella. ¡Es desesperante la necedad de las paredes! ¿Habrá alguien intentado hacerles entender una opinión? Llego a otras cuatro paredes, estás un poco más amplias, y me atrapo en la prisión de un teclado de más de 100 botones de los cuales conozco el funcionamiento de 50. Sí, las letras aparecen como ordenes telegráficas de un ataque. Momento... ¿por qué se mueven? Bailan, eso es lo que hacen. Y salen de mí como elefantes bailando tango, sin coordinación, sin estética. A mi nadie me engaña, es un fetiche del monitor ver como aparecen tantas idioteces. Y me digo libre... Suena el teléfono. La metálica voz de la bocina me recuerda las cuentas por pagar y las consecuencias que sufriré. Me lee el apocalipsis de Nostradamus y me desea un buen día. No termino de sentir el plástico del auricular cuando suena de nuevo. Es una voz nueva, vieja, dulce y amarga que me recuerda la responsabilidad de escribir y entregarlo. Con gusto, le contesto, mientras invento un plan para que las letras dejen de seducir al monitor y se acomoden en el orden adecuado. Otra vez el teléfono. Hay una voz hermosa del otro lado... ¿cuándo fue la última vez que la escuche?
Sí, su voz... Entraba en su casa saludando solemnemente a sus padres, quienes me observaron con incertidumbre y recelo. Sí, señor. 16 años, señor. Estudio en la misma escuela que ella, señor. No lo sé, quizá doctor o abogado, señor. No, por supuesto que no bebo, señor. La quiero mucho, me la paso muy bien con ella, señor. Sí, a las 11 de la noche paso a dejarla, señor. No, señor. No se preocupe, señor. Sí, señor, le dejo los datos de la casa. Mire, señor, aqui está el teléfono, la dirección, el nombre de mi amigo, su edad, su ficha médica, sus hobbies, sus fotos de recién nacido, su diario y el primer diente que se le cayó. Yo la cuido, señor. Hasta luego y mucho gusto, señor. Gracias por darle permiso, señor. Sí. No. Sí. No. Bla. Bla. Bla...
La voz del otro lado del teléfono me felicita. ¡Es cierto! Hoy es mi cumpleaños. ¿Y? Un día más, un día menos. Iré a caminar por ahí, pasando entre la gente sin ser observado. Pediré un trago en algún bar del camino y brindaré con mi soledad por un año más de estar juntos. Y hoy, sigo cargando con las cicatrices de la bici, mientras no tengo ya los brazos que me curen, ni las canicas para guardar. Ya nadie puede imponer un castigo y mis fiestas siguen siendo predecibles, ahora sentado frente a una caja que pasa imagenes que veo todos los días y que ya recito de memoria. Hoy soplo un cerillo que enciende mi cigarro en lugar de velas, y el mundo que quería ver me causa asco y repulsión.
Aquel día fue especial. Tomé mis maletas y salí en busca de algo que aún no conocía. Entre por primera vez al departamento de mis sueños. Era pequeño, acogedor, sin muebles. Apenas una fría alfombra cubría la recámara y mi cama era un colchón en el suelo con algunas cobijas que logré escabullir entre mi equipaje. Brindo en señal de victoria y sonrío y escribo la crónica de la batalla. La decoración no importa, ya irá saliendo con el tiempo. Me acurruco entre las cobijas clandestinas y me pierdo en el sueño de haber logrado ser libre. Libre... ¿de qué?
Salgo del bar. La calle está plagada de gente que camina empujándose unos a otros, nadie sonríe, nadie sueña. Somos todos ya robóticos y respondemos por mecanismos. Estímulo-respuesta. Oferta-demanda. Sexo-silencio. Preguntas-preguntas... Entro a un lugar nuevo. Tiene nombre particular y las mesas no son del tono oscuro y frío que todos los lugares que he visitado. Hay decoración de frutas en las paredes y cosas de colores en las mesas. ¿Acaso existe este lugar? ¿Es parte de mi imaginación, y cual oasis en el desierto desaparecerá pronto? No lo sé. Entro y me siento a esperar algo. Esperar... ¿Algo...?
Es lunes. Hoy me levanto sintiendome diferente. Las partes robóticas siguen atacando mi cuerpo y la rutina me empieza a esclavizar y hacerme predecible. La pluma que uso para escribir está abandonada hace tiempo y mis álbumes de fotos, hoy no los encuentro. Se fueron mis recuerdos. ¿Cuándo, dónde? No lo sé. Pero hay una batalla en mi alma por volverme como el enemigo o seguir siendo más humano que la mayoría. El humano no cede, es un batallón que tiene esperanza en la llegada de algo que no saben su nombre pero saben que no es malo. Esperanza... ¿Algo...?
Allá, en la mesa que está al otro lado. Alguien me llama por mi nombre y extiende sus brazos. Viene corriendo hacia mí. ¿Quién es? Me sonríe y me dice que me estaba esperando, que sabía que llegaría. Una ninfa. ¡Que bella es! Me pide que tome asiento y que los demás estan por llegar en cualquier momento. ¿Los demás? ¿Quienes? ¿Quien eres? ¿Como me conoces? Mientras los susodichos llegan, se suelta a platicarme de donde viene y como sabe de mi existencia. Se remonta a mi infancia, cuando gritaba al mundo que la luna era mi hija y que de mis sueños había nacido. Ella me dice que es la novia de la luna, y por tanto, mi nuera. Que mi nombre apareció en una noche romántica que tuvo con ella. Que mi hija estaba preocupada de que ya no escuchaba los silencios. La miro curioso, y siento que sé de que me habla. Pero tengo que escuchar más y estar seguro antes de reconocer su verdad. Ella me pide paciencia y arranca un pedazo de metal que cubría mi cabeza. Me doy cuenta que debajo todavía hay piel, todavía sigo humano. Ya llego el primero, dice la amante de la luna. Miro hacia la puerta y veo un duende. Un duende de ojos claros que camina sonriente por los pasillos saludándo a quien encuentra. Le toma un tiempo llegar hasta donde estamos. El me abraza y me dice que sabe de mí porque en su nombre va implícito el mío. Me abre la cabeza y se mete a indagar sin permiso. Ahí se queda un rato, mientras en silencio espero que deje todo en orden. Sale cargando papeles, fotos, recuerdos inútiles, y los tira a la basura. Dice que no valen la pena. ¿Saben? Ya no tengo la jaqueca que desde hace tanto me molestaba. Alguien ríe a mi derecha. ¿Quien está ahí? Un mago. Pero no un fraude como los de mis fiestas infantiles. Un verdadero hechicero. Me cuenta su vida y las imagenes de mi rostro en su álbum de recuerdos. Rie de nuevo. Recuerda momentos en los que estuve yo, y quiero desesperadamente saber por qué no me acuerdo. Me dice que todo estará bien y que la base de todo es escuchar lo que mi corazón dice. ¿Corazón?, pregunto intrigado. El destapa el pedazo oxidado que cubría mi pecho y entro en histeria creyendo que agonizo. No lo hago. Al contrario. ¡Ah, que bien se respira! Sonrío. Creí que ya no sabía como hacerlo. Es curioso. No recordaba ser tan ligero, comento con el duende. El sonríe y de sorpresa llega alguien que rompe la armadura de mi espalda. Volteo estremecido y paranoico y me encuentro con el tercer invitado. Dice que es un vampiro, me comenta el hechicero, pero la verdad es que es una especie de ángel; a veces como que no escucha, pero es que está escuchando lo que piensas y lo que sientes, así que si lo ves en silencio, está escuchando más de lo que crees. El ángel se sienta y extiende un pedazo de papel. Una canción escrita con mi nombre y una fecha que no recuerdo. Vuelve a extender la mano. Hay una foto de alguien abrazándome. Raro, muy raro. Pero estoy sintiendo el viento en la espalda. La última vez que lo sentí todavía jugaba canicas. Estira el ángel la mano y me da las canicas que perdí hace tanto tiempo. ¿Ves? Te lo dije, dice el hechicero y sonríe mientras enciende una pipa. La amante de la luna se levanta flotando. Ha llegado el quinto de los invitados. Es un centauro con un brillo especial en su mirada. Ella lo toma de la mano y la lleva suavemente a su pecho. Los dos cierran los ojos y se abrazan por momentos que parecen no terminar. El centauro tiene una mascota sumamente peculiar. Lleva en el hombro una catarina que me cuenta que ha tenido desde siempre, pero que apenas hace unos meses le puso nombre. Que curioso... lleva el mismo nombre de la ninfa. Entenderé sus razones, estoy seguro. Mientras, la catarina vuela hacia mi y con un roce de sus alas le devuelve la vida a la pluma que llevo en el bolsillo. Después de esto, regresa a él y comienza a volar en círculos alrededor suyo y de la compañera lunar. El sexto y último invitado a esta reunión sorpresiva es un halcón de barbas largas y mirada serena. Me saluda y me llama amigo, me abraza efusivamente y toma asiento en la mesa que comienza a poblarse de tazas y cigarrillos. El me cuenta de sus hijos que están creciendo y que poco a poco van logrando superar lo que la vida les puso enfrente. Me platica de los árboles y los ríos que escuchan lo que decimos y se ríen nerviosamente al ver como hemos perdido la capacidad de disfrutar su esencia. Me platica de bosques donde las arañas tejen redes perfectas que nadie quiere tocar para no destruirlas. Y mientras lo hace, despoja mis manos de los guantes de acero que las entumían y con sus barbas desenreda los nudos de mis piernas. Ya no pesa mi cuerpo. Me siento como si no hubiera gravedad. La plática transcurre. Se los nombres ya de todos. Me dicen de los días donde me recuerdan. Les hablo de mis temores, de mis culpas, de mis juegos infantiles. Les hablo de aquellos compañeros de juego y descubro que si tienen rostro e historia. Vuelan anécdotas en la mesa, sueños, anhelos, esperanza. Pero hay algo que no veía hace tiempo. Hay sonrisas, y una está en mi rostro. Me pregunto, ¿dónde estaban? Ahora entiendo todo, y descubro que las respuestas a mis preguntas las tenía yo guardadas. Que mi vida ultimamente fue un engaño y que la pluma que agonizaba hoy está de fiesta, deja su rastro en la servilleta y las letras ya no bailan sin gracia, ahora es un ballet armónico y melodioso. Sigo siendo humano, y mi vida ahora importa algo, por el simple y sencillo hecho de que hay alguien a quien le importa. Que placer. Es bello seguir siendo humano.
Miércoles. Abro los ojos y encuentro junto a mí una fotografía tomada en algún bosque del que no recuerdo el nombre, pero sí recuerdo los momentos. En ella estamos todos. Ahí está el hechicero, sonriendo a mi lado, el ángel con su mano sobre mi espalda, el duende asomado a mi cabeza, el centauro y la ninfa abrazando su catarina, el halcón platicando con el río. Ahí estoy yo. Rodeado de ellos, sonriendo, sin acero entre mi cuerpo. Ahí estoy, abrazándolos, seguro de mí. En paz. Ya no soy robot, ni el metal oxida mi cuerpo. Soy yo, libre.
Carlos Dragonné -8 de Octubre, 2001.
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