Estoy harto de la paraguocracia. Basta que caigan cuatro gotas para que algunos desenfunden sus flamencos dormidos, sus pequeños refugios personales, y se larguen a ocupar todo el espacio libre a una altura del piso que oscila entre el metro setenta y los dos metros. Y entonces, guarecidos bajo sus escudos, estos personajes se desentienden de lo que sea que los rodee: no hay más que su mundo privado, el cono de sombra de agua que sus paraguas les provee. Eventualmente se cuidarán de no pisar un charco, una baldoza floja; al menos hasta que hagan paraguas para la lluvia que viene de abajo.
Y armados con esos monstruos de tela de colores y punzantes varillas de metal y mango curvo, se hacen camino despreocupadamente a través de otros que no necesariamente se arman de esta manera, sino que prefieren dar pequeñas carreras de techo en techo. Entonces los dueños de los paraguas ni se molestan en preguntarse si eso que chocaron con su paraguas fue un ojo, una oreja, una rama; no se preocupan de lo que pasa fuera de su burbuja inmediata, el espacio que consideran personal y divinamente otorgado.

Y cuando no llueve pasa lo mismo, claro.