y llega la mañana.
Te despierta el aroma calientico, dulce y salado que se mete en todos los rincones de la casa anunciando arepas con revoltillo y café. Luego suena el despertador y saltas de la cama a pesar de la ausencia de los rayos de sol en el reflejo de la ventana. Abres el vidrio y te envuelve el frío madrugador, te abraza ese fino algodón grisáceo que baja del ávila para dar la bienvenida al nuevo dia, recuerdos de un Pacheco que va de salto en salto entre los cuentos de las abuelas, haciéndose leyenda.
Te vistes corriendo y degustas la comida aliñada con bostezos y sonrisas de buenos dias bendición mamá dios me lo bendiga vaya con bien, y te abres a ese barrio que cada dia pare una muchedumbre trabajadora que baja en torrentes a darle vida a la ciudad.
Caminas la vereda saludando a los vecinos, respirando el aroma de cada una de las casitas que también son tuyas, con rostros de gente que también son tu gente y reconociendo lo que cada vecino va a desayunar, que Mengana se esta levantando tarde y que en casa de doña Juana se esta quemando el café. Te unes al rio de gente que fluye entusiasmada, imaginándote como una hormiguita en medio de ese gran remolino de luces que son tu barrio al amanecer, como bachaco que baja a buscar ramas dejando su hogar detrás, como figurita de nacimiento que apaga las luces a medida que se desarraiga de su puesto en el pesebre. Te recibe un jeep abarrotado de sonrisas pertenecientes al el obrero que va a construir aquel edificio y a la señora que va a vender café en el terminal, a los dos muchachos que van a la universidad y después al trabajo y al chofer que seguramente te cobre el pasaje de regreso si no lo encuentras a tiempo en tu cartera. Bajas poco a poco dándote tiempo de conversar con ellos, preocupándote por la falta de agua, por el hijo de Pedro que anda medio descarrilado y enterándote de la reunión que tendrán los vecinos el sábado por la tarde. Así se te va el tiempo hasta llegar al pie del cerro y te despides.
Bajas la escalinata para llegar a la ciudad, cruzas la inmensa avenida y te das cuenta que es en ese justo momento, y no antes, cuando se termina tu casa y comienza la calle. Le das una última mirada al barrio y sonries a la ventana pequeñita que se ve allá arriba, a lo lejos, y sigues tu camino, contenta y orgullosa, lista para echarle pichón y dispuesta a seguir creciendo con los tuyos y en tu barrio, como toda la gente que lo habita. Entras al tumulto de gente que nutre la avenida y alimentas con tu cuerpo esa arteria rebosante de vida que palpita, junto a otras, en el sístole-diástole de esta ciudad. |