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Inicio / Cuenteros Locales / ishabel / La victoria de las ratas

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Corría con júbilo por la rivera del río Arno, mi alma estaba libre dentro de un cuerpo menudo, parecía débil, pero mi mirada era aguda, aun con 10 años. Vislumbre a lo lejos un hombre cuyo cuerpo estaba inserto en una túnica café, intenté alcanzarlo, pero sus pasos eran considerablemente más ligeros que los míos, me detuve por unos minutos sin perderlo de vista para recuperar fuerzas y perplejo observé como aquel hombre encapuchado cruzaba las aguas y desaparecía su figura.

De pronto un sobresalto interrumpió aquel sueño de memorias tiernas, me senté rápidamente en la cama, y sin tiempo de acomodar mi barba, levanté con determinación un mazo que guardaba junto a mí. Por unos segundos contemplé fijamente aquel par de ojos brillantes casi amigables, pero luego no dudé en aplastar aquella rata que seguramente provenía de las oscuridades.
Luego de aquel abrupto amanecer fui a abrir los postigos, no era algo que me agradara del todo, si bien necesitaba luz, desde el segundo piso se observaba un miserable escenario. Las viviendas se ubicaban una sobre otra, sin lugar a espacios libres, las ratas eran dueñas indiscutibles de las calles, la pestilencia fluía como un río acaudalado desafiando el deseo de vivir. Volví a mi ciudad hace menos de un año, porque en Francia la tregua estaba provocando conflictos internos. Para aquel entonces la mitad de la población florentina huyó a las aldeas aledañas, y la otra se hundía entre las congojas y lamentos de la mortífera peste.
En la ciudad no quedaban más de cuatro médicos, muchos murieron, otros escaparon al escuchar los rumores de oriente y algunos cobardes nos escondimos.

Cuando comenzó la enfermedad, hombres y mujeres, aparecieron con hinchazones en la ingle o en los sobacos, similares al tamaño de una manzana, algunas supuraban y al mismo tiempo que aquellos bubones se esparcían por el cuerpo, aparecían unas manchas negras en los brazos. No había papel en el mundo que plasmara tan cruda peste. Estudié años en Montpellier, fui discípulo de los mejores, pero nunca había imaginado lo que mis ojos contemplaban.
El día estaba muy soleado, si mi olfato hubiese estado dañado hubiera dicho que era un día muy bello, pero ciertamente la temperatura alta agravaba el hedor, además me aquejaba una fuerte picazón.
De pronto estas banalidades ya no tenían toda mi atención, porque el horror comenzó a escandalizarme al momento en que bajé a visitar las calles. A mí alrededor circulaban sin rumbo muchas personas y otras tiradas en el piso se retorcían suplicando ayuda, la cual era una acción insensata, porque ya no quedaban siervos. Algunos morían antes de hambre que producto de la propia peste, pues el ganado estaba desatendido y no había quien cosechara trigo.
Me topé con una procesión de flagelantes, ellos malinterpretaban los escritos bíblicos, por eso primero los miré con pena, pero luego les grité descontroladamente:
- ¡Ustedes están perdiendo su tiempo! Y sólo un hombre se detuvo:
- Ven y sálvate de la ira de Dios
- Si te detuviste para hablarme de ignorancias, mejor vete.- le contesté enérgico.
- Esto ha pasado por culpa de pecadores como tú.
Los ignaros no entienden de la razón y lo ocultan en creencias superfluas, por eso prefiero alejarme, es lo que Hipócrates hubiera hecho, aunque para ser sincero, no culpo a este hombre por su desfachatez, últimamente han arraigado mil causas a esta peste. He escuchado a los que desmienten la ciencia, ellos dicen que se trata de un castigo divino, para los dementes, es el triunfo de lucifer, pero yo que soy un hombre educado se que la causa real es una triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado cuarenta de Acuario, ocurrida el veinte de marzo de 1345, o por lo menos eso concluyeron los médicos parisinos en la junta convocada por Felipe VI de Valois.
Pensar que la segunda venida de cristo ocurrirá en 1348 es absurdo, pues basta dar una mirada sobre cada hombre para preguntarse mil veces si somos merecedores de tan magnánimo destino y no creo en tal propósito de Dios de querer mejorar la moral con esta peste, porque solo ha empeorado las cosas.

No importa la causa, ahora debo ayudar a los enfermos, para así poder limpiar la culpa que es única dueña de mis complejos.
De inmediato comencé por preparar más medicinas que cuando socorrí heridos de la batalla de Crécy en Francia. Puse en un saco especias y hierbas, sobretodo belladona, beleño negro y mandrágora, además polvo de esmeralda y perlas, agua de rosas y un frasco grande de vino. Luego dispuse en otro saco una cantidad de comida que había guardado en mi escondite y que era suficiente para 5 personas, tenía pan de trigo y centeno, cerdo y pescado guardado en sal, algo de queso y un poco de avena que compré antes de viajar a Florencia.

Era tal mi ímpetu que salí de mi hogar sin mirar atrás, me dirigía raudamente hacía el hospital Bigallo, aunque no pude evitar detenerme por el camino, para arrojar un poco de alimento a los enfermos que estaban muriendo en las calles. Solía subir la colina sin mayores dificultades, pero hoy me ví obligado a tomar un descanso repetidamente, hice caso omiso y llegué a las puertas del hospital un poco después del mediodía. En la puerta se encontraba un hombrecillo delgado, cubierto de numerosas telas, el cual se mantuvo alejado de mí. Antes de comenzar a explicarle que deseaba ingresar a atender enfermos me dijo:
- Lo siento, ya no hay espacio para nadie más aquí.
Observé sus ojos parpadear lentamente, y el color negro de su deforme cuello, aun atónito dejé que la puerta se cerrara, no comprendía lo que había sucedido, seguramente con tanto tiempo de ausencia nadie me reconoció, pensaba. De regreso repartí los alimentos, mientras me sorprendía del alboroto poco usual, el dolor que causa la enfermedad debe ser terrible, porque la queja era tal que parecía que la ciudad completa estuviera en trabajo de parto. De tanto andar y pensar llegué a las puertas de la capilla di San Miniato al Monte, recordé que hace más de una década no visitaba este lugar, que desde yo siendo un retoño me maravillaba con la belleza del mármol y sus vitrales, además de la pureza del silencio.

No comprendo como pude esconderme todo un mes en mis aposentos, sin beneficiarme de la tranquilidad de un templo, debió haber sido por esta razón que sentí como se escurrían en mi cabeza las cavilaciones.


Caminé hacia el altar buscando entre el polvo los recuerdos lejanos, pero vívidos aun. Me detuve donde se plasmó mi recuerdo más benevolente: no muy lejos del altar para poder escuchar y cerca de la cuarta columna de mármol blanco, donde me cautivaban unas miradas tímidas y nerviosas, las cuales yo no comprendía, por lo que devolvía una sonrisa camuflada de pureza pretendiendo esconderme del decoro.
- ¡Que sorpresa!- dijo un anciano sacerdote interrumpiendo mis recuerdos, últimamente no asiste nadie al templo, por temor a contagiarse... pero la misa se sigue haciendo aun cuando se presenten solo dos personas.
- Padre Oliverio, mi alegría sería completa si pudiese usted reconocerme.
El anciano quedó pensativo un momento, como buscando muy dentro de sí y con una sonrisa espontánea, balbuceó – ¿eres tú Gonzalo? ¿Aquel joven entusiasta que se distraía en las misas?
- Pues no me pudo haber descrito mejor.
- ¡Hijo mío! me alegra poder verte antes de que mi alma se desprenda, ya he escrito mis últimas voluntades.
- Me complacería ser yo mismo el que cumpla una de ellas, de lo contrario siempre estaré en deuda con quien abogo para que yo fuera un hombre de estudios.
- No te molestes Gonzalo, solo procura perdonar y ser perdonado, es lo que yo haría bajo tus circunstancias.
Al momento de decir esto, el sacerdote se alejó lentamente, no entendí a que se refería, pero supuse que era algún atavío de su edad. Giré hacia mi derecha y pude observar mi rostro en una pila que contenía agua bendita.
Estaba lleno de manchas negras, los piojos caminan incluso por mi barba, mis ojos parecían cansados de llevar el peso de las pestañas, y me percaté que partes de mi cuerpo comenzaban a deformarse.
El sacerdote volvió para prestarme una ropa muy tosca de color café, similar a la de un monje franciscano, yo la recibí y me la puse automáticamente, porque aun no comprendía lo que estaba sucediendo. Es imposible que yo este contagiado, en el último tiempo con los únicos seres vivos que tropecé, fueron las ratas negras que mataba con un mazo.

Recuerdo como indagaban en todo mi hogar, no solo querían robar mi comida, sino provocarme rompiendo mis enseres. Ahora lo entiendo, la batalla terminó y ellas son las victoriosas, seguramente están disfrutando de mi desesperación. Yo no nací para vivir bajo cautela, lo mejor será huir, al igual que hace muchos años cuando me estaban obligando a contraer matrimonio con aquella muchacha… pero ¡¿dónde iré?! , en Francia y en todo el mundo podrán seguirme y abusar de su autoridad, al menos con esta capucha podré distraerlas mientras se me ocurre un escape, estoy pensando en algo…claro las ratas se ahogan…

- ¡No se apoderaran de mi espíritu! Me oyen ¡no lo harán!
La esperanza se suscribe a la pena cuando pienso en el refugio de la redención y también cuando camino hacia el río, hacía el río, hacía el río…








Texto agregado el 06-09-2009, y leído por 89 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
08-09-2009 ...bueno texto, me encanta a longa escrita, parabéns pela haomonia do texto. naves
 
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