Esmeralda se esforzaba frente a su ordenador, pero nada podía
sacarla de su ensimismamiento. Se sentía encriptada en sus propios
recuerdos, impedida de despegar para escribir. Y era imperioso hacerlo. Su
plazo expiraba.
Intentó teclear, y las letras se fueron deslizando por la pendiente
de su propia historia. Otra vez. No quería permitirse contar su
historia.
Se levantó y, con movimientos precisos, alcanzó una caja que
descansaba sobre una de las tantas pilas de tantos que conservaba en su
biblioteca. Volvió a la silla y acarició la superficie rugosa
de la caja, rematada en una flor reseca.
La abrió y fue sacando los objetos que contenía,
nombrándolos en forma de acciones, como un niño que repite su
lección aprendida de memoria.
"Una concha de marfil y magenta. Octavio acercándose a mi
oído, en la playa, para dejarla entre mis manos mientras
decía "hola".
Un ramo de flores silvestres. Octavio prometiéndome volver.
Otro ramo, atado al primero. Otro verano juntos. Se lo presentaría
a mis padres.
Una cartulina doblada en muchos pliegues. Por fin, el título de
Profesora.
La tarjeta de un ramo de flores. El nombre de los dos en miles de puntos.
Otro verano intentándolo.
El anillo con su piedrecita. Su padre siempre le decía que
tenía el color del aguamarina en sus ojos, cuando miraba el mar. La
vieja casa en la playa, el bote en que la llevaba a pasear en los
atardeceres. Y Octavio deslizando el anillo en su dedo. "
El llanto le impidió continuar. Veinte años sin poder
olvidar.
Cerró la caja bruscamente, y su cabeza se llenó ruidos.
El mar. Las grietas abiertas de las piedras. El camino escarpado, cuatro
pasos. Entregarse al deseo. "Descubrirte en la luna". "Mis
padres te adorarán". Un tropiezo. El vacío. La
oscuridad. Las sombras. Octavio y su voz desesperada. Ruidos de silencio.
Fue a partir de ese estúpido accidente, que las palabras comenzaron
a deslizarse por un lienzo eternamente azul. Azul de mar. Página
desesperada en la que iba escribiendo mentalmente sus horas, hasta aprender
los puntos de Braille. Hasta reencontrarse consigo misma. Palabras cayendo
por la ladera de los sentimientos, como canto rodado, como alud, hasta
alejar a Octavio.
Sintió los pasos de su madre. Empezó a teclear.
Matilde abrió la puerta y escuchó la voz sintética
del ordenador, supo que Esmeralda estaría escribiendo. El editor
ponía plazos que se convertían en metas titánicas. Su
hija se había convertido en un bloque infranqueable, sólo
capaz de salir de sí para escribir. Dejó junto al teclado la
bandeja con café y cigarrillos, y dió un beso en la cabeza de
su hija. Sin palabras.
Miró el cuarto, en eterna penumbra. Y al salir, sigilosamente,
acomodó con un dedo el cuadro de Magritte. El regalo que Octavio
envió, y que Esmeralda no pudo ver. Dos rostros sin rostro.Y Un
beso.
(El Beso. Dos amantes sin rostro. Dos vidas paralelas. Un aura. Roja
sangre corriendo en el torrente de la distancia abierta en un tropiezo.)
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