“Los años enseñan muchas cosas que los días desconocen”
Ralph W. Emerson
TERESA Y EL TIEMPO
El camino está en las mismas calles de siempre. En las ignoradas calles que nunca son las mismas si pienso en ella, porque pienso en Teresa y eso hace que todo cambie y que hasta las calles pierdan su integridad y su nombre; que nada sea igual y que todo sea lo mismo, porque ella viene y el mundo da un vuelco, es amable y es otro, es ella.
Teresa, te apareces de golpe en todos los detalles que tú ves y que ahora yo veo en tu recuerdo. Y te veo diáfana, cristalina. Me llegas tan cerca que te huelo y te escucho. Tu risa se me escapa entre el aire y el oído atento a todo lo que tú puedas decirme. Y espero que me cuentes de la vida con esa sonrisa vuelta al infinito en el rostro de tu propio Universo.
Yo, que siempre quise ver por tus ojos, puedo verlo todo ahora. Tus ojos ven y enseñan el concepto del tiempo elevado a su exactitud máxima. La exactitud de la palabra antigua que se esconde de los ojos nuevos. Tus ojos de tiempo y los míos buscándose en los tuyos, como las estrellas mirándote cuando duermes, buscándose en ti porque necesitan mirarse en tu espejo. Y estrellas y soles. Tiempos y lunas. Edades y cuentos.
Y vida contigo y vida sin ti.
Quizás fuera una confabulación que el Tiempo y la Eternidad estuvieran unidos en una chiquilla traviesa y sentimental, entre juegos malabares con el espacio, donde no existe la medida ni las reglas que niegan el juego de la risa o el llanto.
Y han pasado tantos años que ya no me importa cuántos, porque a mí siempre se me dio mal hablar del tiempo, o llevar la cuenta de sus trazos, y más desde que ya no veo tus ojos de filósofa niña, tierna aprendiza de maga.
Puede ser que los años pasen rápido y sin embargo a veces niego su avance. Ni las estrellas ni la luna, ni la enorme noche del mundo, me podían advertir de tu lejanía o tu distancia y mi destino lo marcaba un reloj de arena inconmovible, posado en el antebrazo de un armario carcomido y viejo, que vigilaba mis horas tristes.
Todavía me bautizo en el recuerdo de tus historias. Esas que vivíamos entre las líneas de los fantasmas de tantos y tantos objetos o flores que se quedaban secas en los libros. Aún puedo volver a nuestros días y montar en los carros de fuego que imaginábamos por el asfalto o por el campo.
Y cuando te pienso estás. En mi mente apareces, frenética y humilde, santa, relajada y reflexiva, cariacontecida de sucesos y ademanes, florida y sempiterna, arrolladora, preciosa mensajera de los lirios y las rosas.
Te recuerdo Teresa, siempre lo hago. Todavía hoy, en las tardes verdes de mi jardín descuidado, cuento las pocas flores que vuelven cada primavera y huelen la verja por si apareces. Y comprendo el gran secreto que me has enseñado con el madurar de los días y los meses, en la danza sobre mi mente de varón que nunca supo de magias infantiles o de la tímida banalidad de los rastros de la belleza. Tú eras la belleza. Ya sé que la belleza es simple y hermosa; siempre lo es. No por vivir, siempre hay luz ante los ojos. No por morir, se pierde la belleza. La belleza permanece apostada tras los ojos, para resurgir de las cenizas que sobreviven al calvario de la duda.
Y tú no eres duda ni eres cenizas. Eres ojos y eres tiempo porque no te vas nunca. Mis ojos se quedan en los tuyos cuando te miro en tu recuerdo. Éramos dos que se confundían en las palabras o en la dicha. En las calles o en los árboles. Por el aire o en los aviones inventados, que todavía nos llevan a países desorientados por el rumbo de nuestras voces.
Ahora sé que tú nacías a cada instante y todo lo veías. Estás hecha de tiempo. No mueres y no vives porque no te afectan los años, que ya no existen. Ni te ven las hojas secas, ni los pájaros bondadosos. Ni los ríos mansos que bañan los poemas que leías en los libros. Ni las frutas ardorosas que rezumaban en tus manos, o en gotas por tus rodillas. En los arbustos de flechas escondidas, de papeles en la madera, con corazones o cruces. En los años y en los días.
Es fácil de comprender el secreto del Universo habiéndote conocido. Tan simple como tu mano, Teresa. Como hablarte ahora y que tú no estés, y saber que existes porque no puede ser de otra manera. Porque paseo por las calles y veo tus galeones avanzando por las orillas de los lagos que no son, pero que me hablan de ti y me pisan los talones a cientos. Y ante los pies se me cae la fragilidad de las cosas, en la belleza de los gatos o en las miradas de las niñas hermosas que pasan por mi lado y que están en ti.
Es posible que estés en más partes que en ti misma. Te lo digo y no me oyes, pero sé que te llega de alguna de las maneras simples y magnánimas que merecen la existencia.
Por eso voy a buscarte, Teresa. Hay un lugar en el mundo en que estás y yo puedo encontrarte. Sabes que nos encontraremos porque así lo escribimos y porque así debe ser. Debe ser lo que es debido a las cosas y al resto del mundo.
Y un rumor del mundo se ha filtrado por la ventana vieja, con los años que no perdonan la pintura fácil de desconcharse, o de pulirse a sí misma en aristas mínimas de polvo. Nadie vive ya en la casa. Sólo yo y la anciana araña Benita que tú renombraste una tarde cuando la veías tejer entre sus manos de fábula los musgos verdes y las franelas floridas, que habrían de vestir no sé qué hijos o nietos que tenía escondidos por sus aposentos de hojarasca y helechos. Ahora la veo tejer; siempre activa teje y observa si alguien más lo hace, mientras construye castillos y fortalezas para el invierno y cuelga cortinas de hilo de nombres extraños y sugerentes.
También veo las mariposas de color añil y amarillo, revolcándose por los tiestos al sol, en la interminable tarde veraniega.
Recuerdo los trenes. A nosotros siempre nos gustaron los trenes. Su símbolo nos llevaba por el camino de los raíles que se agarran a la tierra y no la sueltan jamás, cadenciosos y fuertes en su metal lleno de brumas.
Hace frío, pero siento una calidez extrema que se pierde por los árboles, o por los desiertos que no tienen flores, ni arena, ni sal, ni ojos para ver el sol tras las nubes; ni para ver los almendros floreciendo en cascadas solo para que tú los veas.
Miro el cristal y te veo reflejada. Me nacen al verte todos los árboles del mundo, frondosos y dispersos, que vienen y duermen entre los rayos del sol que se cuelan por todas partes.
Estoy en mi lugar en el mundo. Pero a mi mundo le faltas tú desesperadamente, y buscarte es encontrarme pasados los años, que son ilusión de que tú no estás. Nunca te fuiste del todo. Te quedaste arrinconada en el mejor de los espacios que tenía por dentro y aguardaste mi llegada para seguir contándome innumerables parajes de la gloria. Y ahora desde la gloria misma me llamas y me lo recuerdas. Sonríes. Y te veo al fin, incrédulo, pero te creo porque eres tú. Te ríes y la tierra que recoge la lluvia ya no es la misma. Es más verde, más hermosa. Es distinta, como toda tú y todo yo. Que no soy yo cuando nos miramos y nos confundimos. Yo soy tierra y tú me alcanzas porque eres agua. Y cuando el aire nos mueve nos abrazamos.. Y ya siempre será igual.
Después de los años, de las horas, los minutos se detienen para siempre, entre nudos que crecen y crecen. Hay más tiempo y es eterno. Se amplía el horizonte que nos mira, crecen los soles y el espacio se agranda. Tú vienes y yo voy. Estamos juntos y lloras. Y aunque lloro, también sonrío, porque ahora siempre será así.
Ahora siempre será igual, Teresa. Ya no te marcharás nunca, ni yo tendré que volver a buscarte. Tendremos que encontrar otros galeones y otros barcos distintos para inventar nuestra historia y volver a encontrarnos.
Y volver a buscarnos y siempre volver. Volver a buscarnos para estar juntos.
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IBR (Bilbao, 2003)
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