Busco prótesis de corazón,
ni muy grande, ni potente,
pequeña, que no sepa de amor.
Fría prótesis, no trasplante,
que el plástico no siente dolor.
Cae la noche en la ciudad. El sol se esconde acuchillado y sangrante, desparramando sus gotas de luz por todo el horizonte. La luna se yergue orgullosa. En su placenta brilla un nuevo día. Un nuevo hijo que morirá dentro de veinticuatro horas. En esta ciudad la fatalidad no es el final de una hermosa tragedia, se respira día a día. La urbe está tan podrida que todo es lo que parece. La basura no se esconde, se desparrama libremente por la calzada y encima pagan por ello. Esa puta de asfalto había sido mi cuna, esa ramera de brillantes neones era mi hogar y sus afiladas sombras serían mi tumba. Un mundo de meandros de luz artificial y de besos de carmín usado, donde el amor -siempre breve- sabía a tequila y a tabaco.
La Cantina es mi refugio. Antes de cada actuación me siento en la barra del bar. Siempre me acompaño de mis cinco cuerdas. Su mástil erguido está tenso y afinado. No le gusta ser tocada por nadie más y no permito que nadie más la toque. Sólo yo la oigo latir entre mis brazos. Los tonos dorados de mi cerveza me recuerdan el nombre de una mujer. El pasado siempre regresa y huele a su perfume. Su sonrisa me ilumina. Una vez estuve enamorado. Sí, una vez estuve cerca de ser feliz. Aunque al final… sólo queda el cristal de mi cerveza, sólo queda la imagen de una cara cansada y triste. Ella está muerta.
Como cada noche unos dedos me rescatan de mi pasado. Una mano amiga que aleja la nostalgia. Con cada luna, el mismo ritual se repite. Alzo mis ojos y veo su jovencísima sonrisa. Es la hora de la actuación. Separo mis dedos de la jarra y tomo delicadamente su palma. Luego beso su mano con cariño. María siempre se ruboriza. La miro a los ojos… debería decirle que se olvide de mi, debería ser grosero para forzar su rechazo, pero estoy obligado a despedirme fugazmente. El escenario es un espectador impaciente y severo. Nunca quise que sucediera, pero ella me ama… tan locamente como una adolescente de dieciséis años. Treinta años de diferencia no son ningún impedimento para su fantasía. Es tan inocente y tan temeraria. Su corazón está virgen de cicatrices y yo no quiero que la primera lleve mi nombre.
No ha de tener anhelos,
ni entender de pasión.
Sólo bombear sangre,
sin querer llevar razón.
Busco prótesis desmemoriada,
sin ganas de saber que pasó,
para olvidar tus ojos, tus labios,
y la luna que nos presentó.
En el escenario del local aguardan con paciencia de verdugo... una silla, un micrófono y el público. Yo los siento como grilletes, fusta y garrote. Un amargo y obligado castigo. Amansados ya por la costumbre, cada día son menos fieros, pero siempre resultan letales. No tengo prisa por llegar al rincón, aunque tampoco me permito pausas. Los clientes me observan con admiración e impaciencia. Anhelan oírme tocar. Anhelan la cuerda entre mis dedos.
Entre todos ellos se me revela una silueta. Todas mis actuaciones se ven premiadas por su presencia, Lilith como María, nunca me abandona. Pero sus motivos son tan distintos. María me ama y desea hacerme suyo. Lilith juega conmigo a su antojo, porque sabe que le pertenezco.
Tomo asiento y me ajusto los grilletes. Saludo al auditorio y descubro mi espalda al látigo. Me aproximo el micrófono y mi cabeza se acerca al garrote. El silencio previo a la ejecución es conmovedor. Suena la madera, vibra el mástil y tiembla la voz. En la sala la copla prende almas y roba latidos. En mi vuelve a nacer el dolor. Mis uñas tienen enquistada una tragedia; mis yemas sangran por un nombre de mujer... Yolanda.
Mi piel acaricia frenéticamente el barniz de mi amante. Me sumerjo en la melodía del pasado, reabriendo las heridas. La sala, se rinde a las notas de pino y degusta la armonía de mi sufrimiento. Toda la ciudad me admira cuando yo me desgarro. Su crueldad me ha hecho famoso.
***
Fue una noche de un día cualquiera, la conocí cuando mi música me pertenecía y mis cuerdas vocales entonaban con libertad. Cuando mi inspiración no estaba sellada por sus labios.
Poderoso veneno el que me regalaron sus caricias. Embriagó mis notas, se adueñó de mis partituras y reescribió mis letras. Desde ese día sólo supe tocar por ella. En cada actuación mi guitarra se convertía en su cuerpo y mi garganta cantaba para sus oídos.
Así fue durante seis meses y así sería para toda la vida. Pero medio año bastó para que me rompiera el corazón. No hubo falsedad, ni engaño, sólo un adiós no compartido.
Busco huésped de tristeza
que acepte mi ajado corazón.
Un poeta descarnado,
un cantante sin inspiración.
Que su talento me pague,
con una canción de amor.
Daga hiriente y venenosa,
que juzgue sin piedad:
¿Mi prótesis funciona?
¿He dejado de sangrar?
El día que me abandonó mis noches se hicieron más largas, mis días más áridos y mi guitarra se secó. Sus cuerdas dejaron de vibrar y su madera se convirtió en un ataúd. No podía volver a acariciarla. Pasaron noches en blanco y días yermos. La odié. Enloquecí. Y mi vida se convirtió en una mala resaca, en el sueño de un vagabundo. Tacones de alquiler y esquinas sin farolas me llevaron hacia una nueva promesa. Su nombre era Lilith. Gracias a ella mi ruina dio paso a la perdición. No se vendía por dinero, eras tu quien se le regalaba. Me prometió que mi dolor desaparecería y que volvería a tocar. Me aseguró que mis notas dejarían de ser música y vibrarían como latidos de vida. Mis melodías serían irresistibles, seducirían a quien las escuchara. Una música interpretada con el corazón que el público escucharía con el corazón. La vida volvería a sangrar por mis venas y las cuerdas volverían a acariciar mis dedos. Una música que haría que Yolanda me deseara como nunca.
Anhelé ese don. Anhelé que Yolanda volviera a mis noches. A cambio, Lilith sería la dueña de mis recitales a partir del día en que no pudiera despertar. Sus palabras no tenían sentido, pero en aquel momento, vibraron con una seriedad tan estremecedora…
Al día siguiente me desperté de aquella ensoñación. Para mi sorpresa, la resaca dio paso a la paz. Mi pecho había olvidado del nombre que le atormentaba. El dolor y el despecho se habían desprendido de mi cuerpo. Ni siquiera sabía encontrar sus cicatrices. El amor quedaba tan lejano… un vago recuerdo sin emociones.
Volví a abrazar la madera. Empuñé el mástil y la agonía que creía olvidada volvió como un verdugo sin piedad. Mis heridas se reabrieron, pero no dejé de tocar. Mis dedos lloraban las lágrimas que no querían verter mis ojos. El aire se transformó en un “Blues”. El más hermoso que jamás hubiera tocado. Mi guitarra estaba viva. Guiaba mis dedos con la dulzura de un arrullo.
Acudí a mi antiguo refugio. El escenario me aguardaba. Toqué una hora, dos horas… sabe Dios. Mientras mi alma se despedazaba en un lamento nadie osó levantarse de su asiento. El público vivía con mi música, cada nota era un suspiro de aire que necesitaban respirar. Mis acordes habían fraguado en sus almas el significado de la belleza. Entendí que ninguna mujer podría proteger su corazón del hechizo de mi guitarra. Este era el regalo que Lilith me había prometido.
Punzante hoja de doble filo
con la que te pueda hechizar,
para que me regales tu alma,
y con saña la pueda despreciar.
Quizás fue para recuperarla, o quizás sólo fue para vengarme, pero acudí a su local. Yolanda me rehuyó al principio. Pero cuando acabó la semana, me amaba como aman los adolescentes y los embrujados, sin juicio ni mesura. Como la primera vez, yo la correspondí. La deseaba con locura y desvelo, pero sólo cuando acunaba mi guitarra. Al bajar del escenario mi cuerpo se enfriaba y mis ojos olvidaban la pasión. Un mes, dos meses, quizás tres… amándola con mis canciones y engañándola entre bastidores. Yolanda nunca había sido tan feliz con un hombre que le hiciera sufrir tanto. Cuando quiso darse cuenta ya no me podía olvidar, mis letras la habían atrapado en una telaraña. Fue un desafortunado accidente de tráfico y no un suicidio, pero sin el alcohol y las drogas, no hubiera ocurrido. Murió.
***
Normalmente Lilith se va después de mi actuación. Sin embargo hoy espera a que el local esté casi vacío, me guiña un ojo y me acerco a ella. Me regala un susurro sensual al oído: “Mañana no despertarás”. Ahora ya se lo que significa, pero no quiero partir sin mi guitarra. Me giro al escenario… la he dejado allí. María está a su lado, no me da tiempo de prohibirle que la toque, ya es demasiado tarde. Una expresión de horror inunda el rostro de mi jovencísima amante y grita de miedo. Luego sale corriendo.
Siento que todo termine así, pero era inevitable. Vuelvo a mirar a Lilith. Sus ojos, sus labios… me besa. Un destello, un fogonazo. No recuerdo que hubiera un montacargas en el local, sin embargo veo sus rejas cerrarse tras de mi. El espejo de la puerta me devuelve la imagen de mi alma, envejecida y torturada. Las catacumbas de mi mente se abren y me vomitan con desprecio mi verdadera imagen. Un rostro corroído por la culpa. Corrompido y tiznado por el carbón. Decrépito y canoso. La hermosa y fatal Lilith me acompaña.
Busco prótesis de corazón,
ni muy grande, ni potente,
que no quiera llevar razón.
Frío plástico, no trasplante,
que me vengue de tus ojos,
de tus labios
y de la luna que nos presentó.
Se que será un largo descenso. Miro hacia mi pecho, en el interior de mi camisa, vislumbro una enorme cicatriz en el lado izquierdo. Pienso en María. No la culpo por haber huido. Ella esperaba tocar un trozo de madera y cuerda. Un objeto inerte y gélido. Sin embargo sintió su tacto cálido y sus latidos rítmicos. Como no asustarse, había encontrado mi corazón.
Fin. |