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Era la tercera vez que le veía. Ahí estaba, el mismo hombre pero más pálido, más delgado, más andrajoso y perdido que antes. Me vio, lo vi. Después entré al cuarto despacio, cauteloso, tranquilo. Los hombres me habían advertido que ante cualquier movimiento brusco, el brusco hombre enloquecía aún más. No lo dudé y seguí el sabio concejo, al final, sopesando las cosas, no estaba yo ahí para perturbar más el supuesto descanso de ese pobre desgraciado.
Una vez dentro del cuarto le pedí a los guardias me dejaran a solas con el individuo, así, en cuanto cerraron las puertas a mis espaldas, tomé mis oficios médicos y analizando mis anotaciones cuidadosamente, llegué a la conclusión definitiva de que el hombre estaba loco.
-Es triste- susurré mirando al hombre andrajoso una vez más por encima de mis anteojos. Él me miraba con los ojos muy abiertos y las manos cubriéndole las orejas; alternaba muecas de dolor, angustia, espanto y risa. Balbuceaba cosas sin sentido salpicando con sus babas de vez en vez. –Delirium Tremens- me repetí al reconocer algunos de los síntomas pues evidentemente el hombre veía y hablaba con entes inexistentes a su alrededor.
Me quedé unos momentos ahí observando en silencio sintiendo pena por mi paciente. Luego, sin necesitar más para dar mi veredicto final, di media vuelta y antes de salir escribí en el expediente: Dos dosis de láudano por las mañanas y noches. Sin duda eso le mantendría calmado hasta el fin de sus días que no tardaría mucho en llegar.
Toqué la puerta y llamé a los guardias que debían estar esperando mi llamado. No hubo respuesta y despés de un minuto comencé a impacientarme. Me urgía salir del lugar. En ese momento no pude recordar por qué había elegido la deprimente profesión de asistir locos en un hospital mental.
-Éste será de los últimos- me recordé a mi mismo para tratar de tranquilizarme.
Toqué de nuevo. De nuevo, nadie viene.
-¡¡Abran!! ¡Soy yo, el doctor…! - No me sorprendió no recordar qué doctor era, ¿qué es un nombre en los lugares cómo éste?
Hubo mucho silencio entonces, no escuché los gemidos o las respiraciones agitadas de mi paciente ni los gritos eufóricos de los locos de otras celdas.
-¡¡Abran!!- grité.
Me sobresalté al sentir una mano fría en mi mejilla y casi desfallezco cuando al voltear a mi derecha vi al loco a mi lado. Me sonreía. Sus ojos saltones y su piel amarillo-verdosa me aterraron y cual felino di un salto atrás para alejarme.
-¡¡Abran!!- de nuevo, sólo el eco de mi voz seguido por el silencio.
El loco se acerco lentamente, sonreía y mostraba sus grandes dientes y las rendijas de sus ojos inyectados en sangre. Parecía feroz, incontrolable. Tomé mis hojas médicas y escribí con letras grandes: SÍ ESTÁ LOCO. Di otro paso para alejarme pero quedé paralizado cuando el loco abrió su boca de grandes dientes negros.
-No estoy loco- dijo con una voz acuosa. Yo, siguiendo mi juicio médico le respondí lo más tranquilamente posible, - No, no lo está.
-No lo está- repitió él –Usted está loco- dijo sonriendo aún y asintiendo vehementemente.
-N-n-no señor, nadie está loco aquí.
-Usted está loco- dijo de nuevo mi paciente.
-No. No estamos locos.- Negué yo vehementemente.
-No, estamos no. Usted está loco. Su voz profunda, casi silenciosa sonó en mis oídos. El eco del cuarto desgarraba mis nervios.
-¡¡Abran!! –grité - ¡¡Yo no estoy loco!! – grité ahora más fuerte razonando que quizá los guardias no abrían la puerta pensando que yo era un loco más.
-No van a abrirle – dijo el loco en silencio, -usted está loco y tiene alucinaciones.
-No estoy loco, usted es el loco -le grité perdiendo la paciencia- y no tengo alucinaciones.
-¿No?- preguntó él tan asombrado que por un segundo dudé y pensé que quizá sí debía tenerlas. Ese pensamiento fue descartado inmediatamente por mi lógica médica. Inmediatamente después el loco pegó una risotada y preguntó. -¿Y yo qué soy?
-Usted es mi paciente.- Afirmé de inmediato.
-Usted está loco y tiene alucinaciones- Afirmó él en un tono más serio. Yo aún podía ver su piel verde y sus dientes rojos; los ojos amarillos parecían estar iluminados por una extraña luz fluorescente. Lo miré un momento ponderando la situación y después él puso su mano azul frente a mi rostro, la movió lentamente y señaló las paredes. Apenas alcanzaba a ver pero un poco de luz de la ventana abarrotada de la puerta me dejó ver uno de los letreros que seguramente el loco había escrito en sus noches insanas de soledad.
Usted está loco
-Me estoy hartando de su juego. Aléjese de mí y vaya a su rincón o haré que le den un baño frío. –Dije con severidad tratando de aparentar control.
-Pero si usted es el loco… -escuché a una voz que parecía provenir del silencio.
-¡Basta!- grité con todas mis fuerzas mientras veía los ojos negros del individuo frente a mí.- ¡No estoy loco! ¡NO EST…!- iba a gritar de nuevo pero el loco me estaba golpeando con un cojín. Yo manoteé al aire para librarme de los golpes. -¡Auxilio! ¡Me atacan! – pero fue en vano, nadie vino.
-USTED ESTÁ LOCO- Escuchaba al loco y al eco de su voz una y otra vez. -¡Usted está loco! – Y me seguí golpeando hasta que llegué a un rincón de la habitación. Me encogí en la esquina y esperé rogando a los dioses que alguien viniera a ayudarme. Me cubrí las orejas con las manos para no escuchar el parloteo del loco. De pronto, por fin, alguien abrió la puerta. Eran dos gorilas y un hombre de bata blanca… un doctor, un colega. Quise sonreír pero el loco me seguía golpeando con su cojín en forma de ballena blanca, bailaba frente a mí y gritaba todavía:
¡¡¡USTED ESTÁ LOCO!!!
-¡No estoy loco! – Y para mi alivió, mi colega lo entendió.
-No, usted no está loco,- me dijo, luego se volvió hacia los gorilas y les dijo -Denle las dos dosis de láudano, mañana vendré por la última visita.

Texto agregado el 05-09-2009, y leído por 179 visitantes. (0 votos)


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