¿Te acordás de la noche en que bajamos del coche para tirarnos sobre la hierba de una plaza muy aburrida? Vos estabas completamente ebria y yo, que siempre me encantó verte en ese estado porque saltás como si estuvieras feliz, te seguía a los saltos por esos terrenos húmedos, te seguía y te miraba y te veía, feliz, como nunca te veo, Ana, porque no sos una mujer feliz, intentás serlo todo el tiempo pero no sabés cómo, no te das una idea lo interesante – y a la vez trágico – que es verte en un momento de felicidad. Trágico porque sé que nunca podré darte algo así, y te lo da simplemente un poco de vino blanco, un poco de noche, un poco de amor canábico. Estábamos muertos de sueño y vos te rehusabas a irte a la cama, porque siempre dijiste que para dormir está la muerte, y entonces saltabas, estabas tan linda, me mirabas como si me quisieras y te dije que yo sabía que nos amábamos y me dijiste que hablara por mí. Sos mala, Ana. Te empeñás en herirme sólo para que no me enamore más de vos, para que no te sienta adentro, clavada en mí, como un cristo de papel. Esa noche pensé que me moría de placer, y creo que en parte me morí mientras te tenía tendida en el pasto, toda feliz, así, Ana, toda niña. Todas son formas distintas del olvido. Mirarte. Recordar ese momento. Volver a mirarte. Escribirte una carta y luego quemarla en el mechero donde siempre ponés la pava para tomarte unos mates, en el mismo mechero de siempre, el que no cambiás por otro porque es una corona perfecta. Sos mi princesa, Ana. Volvé, Ana, te extraño. ¿Cómo no enamorarme cada vez más de vos si te vi hamacarte y sonreír, intentando tocar el cielo con tus pies? Así, tan niña y tan otoñal, como sos vos, que llevás los árboles en el pelo, esas ondas eternas que te llenan el rostro de luces. Esa manía de elegir a otros por sobre mí, Ana, ¿por qué? No sé lo que buscás, Ana, y si supiera te ayudaría a encontrarlo, pero no sé, y vos tampoco lo sabés, Ana, me encanta decir tu nombre, pronunciarlo en voz alta, sentirte cerca aunque siempre estés distanciada de mí, aunque tu cuerpo respire al lado mío siempre estás lejos, Ana, siempre estás ausente como un verso, siempre me dejás pensándote, olvidándote. Ana. Ana. Tu nombre me pesa en la espalda. Tu nombre me abandona. ¿Qué te falta, mi amor, qué necesitás? Puedo construirte una hamaca en el balcón, igual a la que te hizo tu tío cuando eras chica, hacerla con mis propias manos, hasta cortar el árbol para sacar la madera, puedo poner mi cuerpo a tu nombre y vivir hipotecado a vos, soy capaz de convertirme en hamaca y que me dejes llevarte cada vez más alto, Ana. Te odio. Quiero tocarte. Quitarte la ropa con ese virtuosismo desapegado y crítico con el que siempre quisiste que te amaran. Puedo decir que parecés una estatuilla siria cuando te tocás los pechos frente al espejo mientras espero que se acabe tu juego para poder comenzar el mío, hacerte el amor con furia animal y que te sientas la más puta de todas. Puedo hacerte llorar Ana; sólo tenés que pedírmelo. |