- Que tal vieja ¿Como andás?
- Pues con los pies y ya te tengo dicho cabrón que no me fastidies con esos nombretes puñeteros de los bajos fondos ¿Has oído? Más vieja será la leche de tu mujer que bastante ha hecho en la vida para ganarse un lugar cerca de la virgen del Carmen por aguantarte a ti y tus vicios repugnantes.
- Bueno doña Encarna…mamá. No te enojes. Vine hasta aquí porque…ya sabes… necesito unos pesos. Me están apretando y esto de los prestamistas es cosa brava.
- Todo por esas pencas para idiotas donde los ilusos apuestan a caballos como si fuesen galgos. Caballos por otra parte emponzoñados con sangre de sus ancestros árabes, la roña de las roñas. ¿No?
- Y sí…qué le voy a hacer. Es una pasión.
- ¿Las carreras de caballos son para ti una pasión? No tienes la más putañera idea respecto de lo que tú llamas ligeramente “tu pasión”, tonto de capirote. Te daré ese condenado dinero pues mira, te juro por la maldita cara del estúpido de tu padre - que gracias a Dios y a la Virgen, el diablo se lo ha llevao para quemarlo a fuego lento para su eterno disfrute - me importa un cochino bledo tu vida y tu muerte, cosa que en tu lamentable figura son la misma cosa, descarao chupapenas - pero por desgracia soy tu madre y hay códigos que respeto. Ya llegará el tiempo de reprocharle al Creador cuando nos llegue el día del Juicio Final, esta desvergüenza que me ha impuesto, que tú representas y que sólo a él, nuestro Creador le compete por padecer un cojonudo instante de desquiciao.
Aguarda un momento aquí, desgracia de marrano.
Mi abuela era andaluza, malagueña, nacida en la ciudad de Ronda. Tengo entendido que se trata de un paraje pedregoso y salvajemente bello. Un gitano se la robó un día y esas cosas. Oficiaba de picador en los toros.
Llegó a estas playas desconocidas a instancias de sus camaradas que al igual que ella, debieron huir acosados por las balas de la Falange, el no acostumbramiento a comer diariamente patatas hervidas y en su caso, la maldición de convivir con un cobarde que abandonó su oficio y se enredó con ciertas polleras de tobillos gruesos.
Aquí se casó con un coterráneo suyo, sastre de profesión, dipsómano por convicción, que fue el primer “hijo” que tuvo que padecer con su paciencia de monje. Mi abuelo murió al poco tiempo del nacimiento de mi padre, con el hígado y los riñones hechos albóndiga.
El diálogo que inicia este relato es pura ficción, pero dadas las circunstancias dramáticas que de común acosan el ludópata, cuya obsesión lo transforma en un guiñapo aborrecible, no improbablemente haya tenido lugar alguna vez entre madre e hijo, palabras más palabras menos.
¡Qué mujer mi abuela¡ Aún poseo una foto en la cual aparece con el Mauser apoyado sobre el hombro y tres cintas de balas que le cruzan en bandolera el pecho. Luce una amplia sonrisa acompañada de varios desgreñados, igualmente “calzados”, tirados en el piso en actitud recia e insolente.
Nunca se imaginó que por estas latitudes soplara tanto viento ni que existiese uno de ellos que los oriundos llamamos “Pampero”, cuya furia y frío polar tanto pone a raya las pestes cuanto contribuye a bajar bruscamente el índice demográfico de ancianos. Es inaguantable y destrozón como un caimán suelto en una boutique. Corre de sur a norte entre julio y agosto desde la Pampa argentina y se pierde, vaya a saber dónde y en qué brisa amable, ahíto de mandar cardíacos al CTI y matar impiadosamente cuanta camiseta desprevenida le exponga sus pulmones. Es una buena experiencia vivir en Uruguay cuando azota el “Pampero”. Dicen que ese viento helado y la carne que se consume aquí conforman un biotipo mordaz, arrojado, desconfiado, melancólico y llorón. Un alfeñique de paisito que cabe en cualquier barrio de San Pablo, cuya mayor virtud es producir hombres y vientres capaces de cosas inauditas. Pero esta no es la cuestión y no es mi propósito desviarme.
Mi abuela odiaba ese viento que le producía más frío que las ventiscas de nieve de su comarca. Siempre decía: Viento de los piojos, endiablao y cobarde…deja que yo te agarre alguna vez distraído.
De ese matrimonio nació mi padre y una niña bellísima, según me han contado, muerta en circunstancias poco frecuentes. Parece ser que iba camino a la escuela con su túnica blanca y la moñita azul bamboleando despreocupadamente la carterita de útiles. Le llamó la atención un cable roto del tendido de la luz eléctrica tirado sobre la vereda.
Cuando mi padre se casó con una mujer muy hacendosa y callada - mi madre - y yo ya tenía los años suficientes para haberla conocido en profundidad, mi abuela Encarna decidió irse a vivir sola a una pensión de los suburbios. En ese retiro voluntario le volvió la calma a su alma guerrera pues ha de saberse que al poco tiempo de pisar el puerto, portando solamente lo puesto y un atadito de recuerdos, ya había conseguido trabajo en una textil cuyo sindicato era dirigido por anarco-sindicalistas. Estaba como pez en el agua con sus compañeros de horas terribles. Inmediatamente, por presencia y por carácter representó a su sector ante la patronal, participando activamente de cuanta movilización por los derechos del trabajador se programase por ahí. No le tenía miedo a nada y se arriesgaba al punto de trompear a los policías y recibir por su osadía los sablazos inherentes. Todo esto lo supe por fuentes dignas de confianza luego de su muerte autoconcebida.
Por su vicio a las carreras de caballos mi padre le debía mucho dinero. Nunca le exigió pago alguno librándolo a su suerte pues sostenía que el hombre debe ser hombre o no es nada. Y si no es nada a santo de qué preocuparse por él. Bancó al hijo sin que nadie lo supiese hasta su muerte, ya empobrecida, envejecida más de la cuenta y sola, con la compañía inseparable de su navaja.
A cambio recibió de ella un legado de recuerdos que desparramaba sobre la mesa cuando el vino la embrutecía sin perder por eso la sobriedad.
De mi padre conozco una sabrosa estampa de su forma de ver la vida que representa, en mi modesta opinión, cierta idiosincrasia del honor y el aguante, muy profundamente enraizada en buena parte de ese pueblo, hueso muy duro de roer si de defender la dignidad se trata. Un pueblo resuelto, bien plantado como sus buenos toreros, pese a quien pese, al cual amo sin haberme puesto nunca a reflexionar por qué.
Mi padre leía del periódico sólo la sección dedicada al turf. Acostumbraba tomar apuntes, hacer cálculos de probabilidades, multiplicar todo eso por un coeficiente propio que sintetizaba pedigríes y otras zonceras, restaba el producto al revés y tras el incierto resultado marcaba con una cruz los tres caballos que en diversas combinaciones jugaría en la próxima reunión. “Para jugar hay que jugar fuerte”, decía.
- Hola mamá Encarna ¿como has amanecido hoy?
- Que he fumao todita la noche y tengo el pecho hecho trizas ¿y tú?
- Estoy “palpitando” las carreras del fin de semana.
- Tu pasión ¿verdad?
- Bueno…Creo que eso ya lo hemos discutido. No quiero escuchar más tus diatribas por favor.
Tomó un vaso y a esa hora del día se sirvió de un vino tipo lija, dos veces, como desayuno.
Prendió un cigarrillo y apoyó el pie en una silla. Morena, con los pelos en rebelión y flaca como debe debe ser una flaca, me miró atravesándome con aquellos ojos lagañosos levemente desorbitados.
- Sabes que mi primer macho ha sido un picador. Me desfloró limpiamente como limpiamente lanceaba a los toros. Cuando te escucho hablar de esas paparruchas de las carreras no puedo evitar el recuerdo del destino ridículo de aquellas bestias que montaba mi macho, Jeremías, “el Caliente” por más datos.
Como tú lo desconoces todo, reduciré un tanto tu ignorancia contándote una ínfima parte del drama y el sainete que constituye una corrida de toros. Para hacerla corta como un penacho y petisa como la pata de un gallo, dao que he quedao en encontrarme en la novena con la Francisca, te diré que el primer embiste del toro de lidia, cuando abren las compuertas, es al desgraciado caballo del picador; jinete experto debidamente munido de defensas quien no obstante, de común, terminaba en el suelo cuando no, víctima del noble bicho. Es lo primero que el toro ve cuando sale a toda carrera y se frena en la arena dejando un surco profundo. Enfila la vista y arremete. Agrego algo esencial como el agua: No es una cuestión de colores lo que lo impulsa a pelear, pues, estúpido de ti, sabrás que los toros son daltónicos y eso del color rojo es propio de las historias yanquis que absorben los atrasaos de estas hermosas orillas. El picador recibe al toro y le clava, para empezar a ablandarlo y restarle velocidad, varias veces en el lomo, una punta de acero triple sujeta a un mango de casi tres metros. Vanamente trata de someterlo y alejarlo de su cabalgadura. Para al toro las heridas recibidas sólo consiguen enfadarlo más. Con esta primera sección de la corrida da comienzo al drama o la chacota según se le mire. El picador lleva en la pierna izquierda una plancha de acero para su protección. El caballo sólo su panza venosa. El toro generalmente lograba traspasar rápidamente los lanzazos y embestir al miserable equino, alzándolo por los cuernos en sus cuatro patas hasta que el resto de la cuadrilla pusiese fin al estropicio. El caballo abierto en canaleta a la altura del abdomen, sin jinete, se desplazaba unos metros con ese trote de pata dura de los caballos de lidia, revolcando por el suelo las tripas que desde las entrañas se descuelgan como sarta de morcillones y por supuesto, el voluminoso reguero de sangre producto de las heridas recibidas por la afilada cornamenta dejaba un rastro colorido y estimulante. Sabrás zopenco que las heridas en el abdomen no duelen instantáneamente. El dolor entra en acción luego de algunos minutos, precisamente cuando aparecen los gases y la puñetera peritonitis. Por eso en las películas, los moribundos por un impacto de mortero en el estómago son capaces de recitar un señor sermón antes de morir como una carnero, tapándose inútilmente la panza con las manos.
Los asistentes a la lidia, yo incluida, observábamos todo aquello, para muchos iniciados, dantesco, sin preguntarnos nada, como algo normal, pintoresco o habitual como la salida del sol. Cuando el animal caía inánime las mulas lo retiraban y al cabo de la corrida era arrojado a un precipicio aledaño a la Plaza. Los carroñeros eran muy conocidos y más de uno se había agendao un apodo cariñoso. Con las enormes alas extendidas y el ojo avizor jugaban con las corrientes de aire a la espera de su comida. “Pero mira Francisco al que inquieto está” o “Allá viene el y se acabó la fiesta”. El maldito Primo de Rivera - que el diablo aún le cocine hasta su dentadura postiza - prohibió la desnudez del animal y obligó por decreto del Gobierno a que se lo protegiese con unas colchas. La bestia no moría inmediatamente, pero las heridas internas lo liquidaban fuera del ruedo. Una verdadera lástima pues perdíamos esa parte cómica del espectáculo, la de las vísceras surcando la arena. Verdaderamente muy cómico, pero ese dictador y criminal tenía que meter su cola grasienta. Otra cosa era la tragedia de muerte de los toros enfrentados al matador. Pero eso te lo contaré otro día.
- Mamá Encarna ¿has sugerido que la muerte del caballo en esa forma horrenda suponía para ustedes motivo de risa? ¿Algo cómico?
- En rigor no hacía falta reír. Era un condimento más de la fiesta, infaltable como el vino en una mesa decente. En contadas ocasiones sus heridas no revestían mayor gravedad. En tal caso se le colocaba serrín en el lugar afectado, el médico de la Plaza le cosía el desgarrón en frío y vuelta a su destino. Pero la regla general era que por corrida muriesen tres a cuatro caballos de seis, destripados por el noble animal.
- Pero mamá Encarna… ¿se los tiraban a los buitres?
- Pues hombre que mal hay en eso, ¡que Dios y la Virgen me guarden¡. ¿El que esos pacíficos animalitos hagan uso de esa carne inútil para su consumo diario constituye para ti un pecado? Por la amantísima Virgen del Carmen: ¿Es que acaso tienes la moral y las leyes en un puño para impedirles el derecho a su sustento diario? Además la Plaza estaba completa de curas y monjas. Nada de casamientos ni bautismos. La iglesia cerraba sus puertas y si no atinabas a salir en tiempo te quedabas ahí dentro durmiendo tu larga siesta o consumiéndote de rabia oyendo los gritos de la concurrencia.
- Mamá Encarna me has dejado sin pronunciar palabra.
- No lo creo. Haz un esfuerzo y menciona nuevamente la palabra “pasión”. Notarás ahora como te ha de parecer demasiado grandiosa como para asociarla con las puñeteras pencas esas, que te llevan de la nariz.
- Pero mamá Encarna…es inverosímil. No lo puedo creer.
- Claro tu no lo aceptas ni lo crees pues tu contextura física y moral se ha forjao orinándote en la cama.
Toma tu plata y déjame en paz…
Este relato es una balandronada, un atrevimiento indecente de un oscuro rioplatense. Pero son lindos los desafíos y especialmente las críticas adversas.
La modesta pretensión es homenajear a un alcohólico perdido; a su manera un reaccionario progresista, paradoja si las hay, del cual tomé únicamente su extraordinario ejercicio docente a propósito de la lidia de toros e inventé a su merced esta historia mediocre.
Un individuo, el homenajeado, cuyo destino en la vida fue tratar de entender y buscar constantemente la muerte hasta que ésta, cansada de que el susodicho le tirará de la falda, superando con mucha fatiga su indiferencia habitual, se dignase aceptar el envite proponiéndole terminar abruptamente con el obstáculo que les impedía conocerse.
Recibió el Premio Nobel de Literatura entre estentóreas carcajadas, contemporáneamente a las contiendas del campeonato mundial de fútbol con sede en Suiza. Ahí llegó el grupito de uruguayos con el título anterior en la mano y con la esperanza de lograr el segundo consecutivo. Para mayor abundamiento concluiré que la mayoría de nuestros jugadores eran descendientes directos de españoles e italianos (había afrodescendientes también) y que nuestra población útil para ejercitar ese deporte, a nivel competitivo, no superaba los cien mil varones.
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