Estaba decidido; se suicidaría al terminar la lectura del libro. Se sentó bajo el árbol de siempre, su lugar preferido de la universidad. Allí pensaba, leía y la veía pasar. Absorto en la lectura, le preguntaron por el profesor Esteban, al levantar el rostro, vio que era ella. -Lo vi en la biblioteca, respondió. -Es que debo entregarle un trabajo, dijo sin motivo y se dirigió a la biblioteca, pero él le pregunto, más para retenerla. ¿De qué trata tu trabajo? Nada importante –y siguió su camino. La había visto muchas veces, pero nunca tan cerca. Su cabellera negra contrastaba con sus ojos, su caminar elegante la hacía ver esplendida. Retomó la lectura, cuatro páginas de Madame Bovary lo separaba de la muerte. Palpó en el bolsillo la pastilla mortífera. Ansiaba terminar aquellas páginas, pero el cansancio de siete noches sin dormir no se lo permitía, entró en una somnolencia. Soñó que ella le aceptó una invitación. Caminaron por el campo húmedo, las plantas frescas y el aire puro le daban una sensación de bienestar. Conversaron sobre diversos temas. Recordaron sus infancias, de cómo jugaron e imaginaron mundos. Elogiaron el amor de sus padres. Pintaron con ilusiones sus metas y terminaron admirando los pájaros que cantaban en ese momento. Él propuso escuchar música, así lo hicieron; se echaron sobre la grama rociada, la música los envolvió, enmudecieron, sólo sentían. Una lluvia intrusa los empujó al carro. Surgió la idea de ir al cine. Fueron. Ella se sentó a su izquierda, le acercó las cotufas y él tomó su meñique, ella no rehusó, así estuvieron toda la función. Al salir, el día fenecía. Se dispusieron a cenar. Lo hicieron con agrado. Subieron a la azotea, desde allí divisaron la ciudad. Estaba uno al lado del otro, mirando hacia la misma dirección, hablaron del deseo de volar hasta la montaña de enfrente, oculta entre las tinieblas; ella sonrió; él tomó valor y le dijo que nunca había visto una sonrisa tan bonita, ella sonrojó, él buscó su mirada, la encontró, ella metió el rostro en su pecho, al tiempo que la abrazó, el frio era intenso, los corazones estaban exaltados, él esperaba con ansias que levantar su rostro, cuando lo hizo, sus labios quedaron cerca, él buscó besarla, pero en ese preciso momento, despertó. Estaba sobresaltado y más cansado que antes de adormitarse. El libro estaba entre sus manos. Palpó una vez más la pastilla. Miró hacia la biblioteca. Pensó en ella. Resolvió buscarla. Entró. Estaba sentada con una joven, sonreía. Se sentó frente a ella, sin quitarle la mirada. Ella se intimidó, miró a los lados. Con ojos centellantes él le dijo: dame un beso… un beso tuyo me salvará. Ella temió, pero después respondió burlonamente: -¿te has vuelto loco?. Sin bajar la intensidad de su mirada, esperó un momento, se levantó y salió. ¿Te gusta, verdad? Le preguntó la joven que estaba a su lado. Sí, desde hace mucho tiempo; y hace algunos minutos me acerqué por primera vez con la escusa de preguntarle por el profesor Esteban. Si es así, ¿por qué no vas y lo besas? –sugirió la joven. Eso haré de inmediato- respondió con entusiasmo. Se acercó al árbol. Aquí está lo que me pediste -dijo, se arrodilló y lo besó tiernamente. En un lado estaba el libro abierto en la última página y en el otro, un frasquito que antes contenía una pastilla.