Y entre multitud reinó la desesperación, una desesperación latente y silenciosa. En el momento que estallaba la confusión, en los segundos en los que la mente divaga caótica y sin rumbo, todos, absolutamente todos en la sala, escucharon el rechinar de la silla de ruedas del gran Facerdo extasiados.

Nadie sabía muy bien quién era, nadie sabía de dónde venía, ni por donde salía. La gente en absoluto se hacía estas preguntas tampoco, el mero hecho de pensar en él les resultaba inquietante. Pero cuando ya nadie sabía que decir, era Facerdo el único que hablaba. Avanzó hacia el centro de la sala, y entre gruñidos, y sonidos inarticulados, logró finalmente proferir algo pasaderamente humano:

“¡son ellos! ¡Aquellas bestias que acechan al otro lado del río! ¿Cuántas veces no hemos tratado de engañarnos, y en vano, esperado lo mejor de ellos? ¡Acechan, mienten y engañan! Hermanos, ¡Se esconden y corroen con su vileza travestida de servilismo lo más precioso de nuestras almas! Yo les digo a ustedes hermanos, ¡A limpiar el mundo de esas alimañas!”

Y como si hubiesen leído dentro de sus almas, como si la verdad hubiese estado todo ese tiempo escondida, esperando ser descubierta, todo calzó y tuvo sentido. Y fue como si no lo hubiese dicho nadie, siempre lo supieron. Y ya nadie se percató de Facerdo, tanto su rostro y sus gruñidos casi inhumanos, desaparecieron entre la emoción que siguió, y el recuerdo de su voz se perdió en la indeterminación de un momento en el que nadie terminaba de reconocerse.