Con la tarde, el frío de la piel se fue perdiendo en una encrucijada casi inaccesible. Como un conjuro existencial que vagamente percibí, me hice cadáver de los sueños más profanos en la humanidad. Atravesé el fracaso orquestado por una misma mano, los sudores del labriego inalcanzables de saciar, junto a las horas de esos tiempos que nunca albergaría. Lloré el poder cristalizado en los albores, la mágica emoción del universo pendiendo entre mis ojos, el dolor desgarrando las mañanas para ascender al territorio de los Dioses. Y mis manos se extendieron como un vago mecanismo imaginario, oscilante entre la ciencia y lo absoluto, declinado en la veracidad de algún mandato. Sentí al temor rasgando lo cíclico y lo humano en el dichoso arte de la vida, la oscuridad eclipsada en las mismas aguas que yo también bebí. Y el cielo en estos pliegues como una cicatriz abierta a lo mediato, la piel cediendo en piadosa eucaristía, el mundo implícito en el desaire de ser y no, de contemplar lo irreducible bajo estos ojos creadores. Hoy mi esclavitud se liberó de la deidad, me hice hombre, mortal, cuerpo, sangre, para cifrar lo inmensurable en otro episodio de la espera.
Ana Cecilia.
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