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No sabe qué le gusta de las fotos. Las frases que piensa no tienen sentido. Le da sed en la noche. Cuando respira, ahora que hace frío, su respiración se ve. No va a escribir lo que iba a escribir, ni ninguna cosa parecida. Esto debe ser como un fluir de pensamiento; aunque en realidad lo más parecido sería un parir de ideas, donde cada idea es como un viejo y tosco elefante saliendo de la vagina de un ratón.
Contempla fijamente la pared. En esa pared no hay nada. Esa pared es como su cerebro. Al otro día se levantará temprano. Al amanecer. Cuando sea noche todavía. Se acostará al atardecer, cuando comience a ser noche. De a poco irá cayendo en el deseo de dejarse ir, de rendirse ante la tentadora idea de perder todo control sobre sí mismo. Por ejemplo, comenzar a babear en público.
Se hace un par de preguntas. Cómo sería posible que le dé la corriente. O qué probabilidad hay de que caiga un rayo justo ahora. Sin alguna razón en particular. Sin un motivo en específico. Simplemente por la idea de que pueda llegar a pasar. ¿Qué sería de sí en ese caso? Poco, mi querido Watson; probablemente alcanzaría a tomar conciencia del accidente recién unos microsegundos después de que la electricidad haya acabado con toda posibilidad de retorno.
Preferiría estar con una mujer. O con un hombre. Preferiría estar en un desierto, a pleno día y sin agua. Preferiría eso, no lo duda demasiado, y sonríe su columna vertebral con la gracia que da el calcio en los huesos bien nutridos. Sonríe su vida esquelética, al borde del cádaver que flota en sus ojos; la calavera fangosa resquebrajándose como escarcha debajo de un tractor. Un tractor envuelto en llamas y rugiendo como una cebra bien parida.
La cabeza le da vueltas. Se mece de un lado hacia el otro. Su cabeza viaja por el aire. Él es capaz de volar. En sus sueños, basta con que se lance y empiece a nadar con los brazos y las piernas para empezar a subir. En unos momentos está a unos cinco metros por arriba y les dice a todos: oigan, miren, puedo volar. Cuando el sueño llega a ese instante él se da cuenta que está soñando, pero la sensación no alcanza a volverse irreal.
El agua hierve en sus pulmones. Si quisiera toser ahora botaría oro, monedas, cobre, carbón, flemas. No va a estar aquí mañana. No se va a levantar. Hará eso por él, acaba de decidir. Un peso menos, se dice. Un peso menos que levantar. Una sonrisa de mujer rubia de Estados Unidos. Una bengala disparada a chorro desde el océano negro.
No se desespera. Cuando camina lo hace lento. El viento frío le hace reverencias en la calle. Las luces lo esquivan: sus esquirlas reparten dátiles a los menesterosos. El cemento reverencia su paso. Flota entre las personas y se enamora de todas. De los viejos pasados a chicha. De las chicas marihuaneras, al lado de los rastas. De los tobillos hinchados de la campesina, y el olor a trufa de menta que sale del puesto de sopaipillas.
Así es la esquila en el sur.

Texto agregado el 01-09-2009, y leído por 200 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-09-2009 Buena prosa. Felicitaciones. albaclara
 
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