Con todos los honores y sin dolor
La máquina incesante cesó de pronto y un sonido parejo de audio lineal sorprendió al censor de alarma. Eran las cuatro de la mañana. La misma hora, exactamente la misma en la que había nacido sesenta y dos años antes y al parecer la mejor hora para conjurar al círculo del destino. Todos corrían por el pasillo del quinto piso del hospital incluyéndolo a él y a su transparente y físicamente invisible indumento. El médico de turno y sus legañosas enfermeras aplicaron a su cuerpo inerte siete shocks eléctricos que no hicieron nada más que samaquear siete veces la verdad. Estaba muerto. “No sintió el más mínimo dolor, señora” -consolaba a la viuda el médico jefe de cuidados intensivos, que había llegado a prisa, instantes antes que los deudos - “La morfina estuvo activa las veinticuatro horas del día durante toda la semana. Estaba dormido, totalmente insensible”.
Nadie quiso decir nada. Nadie se miraba, ni siquiera él a si mismo. La noche, a pesar de haberse poblado súbitamente de sombras y de personas que murmuraban alrededor suyo y por los pasillos, no había dejado de ser como todas las noches solas que habían llenado su vida desde que sin remedio lo conectaron a aquellas máquinas. Sin embargo, había algo en el aire transmitiendo una inmensa tranquilidad.
La viuda lloró a mares junto a los hijos ausentes y presentes y eso fue casi todo.
Horas más tarde, el tiempo continuó circulando junto al aire frío de la mañana entre el vaivén de las primeras horas del día. La viuda sintió un profundo cansancio. Aquella sensación cubría todo su cuerpo, hasta su espíritu y su voz y el silencio de la casa sola alivió de súbito su mirada. “Debe ser imponente y con todos los honores” - pensó mientras caminaba, retomaba fuerzas y encendía un cigarrillo como para enfrentar la vida que había empezado aquella madrugada de una sola bocanada- “Debo empezar hoy” - se dijo - “Nadie olvidará este día, ni a quién nos ha dejado”.
Llamó a todos los periódicos sin escatimar en ningún gasto e hizo llegar el duelo a los más remotos amigos y enemigos, a conocidos y a extraños.
Aquel fue el entierro más espectacular, inolvidable y conmovedor que se pueda imaginar. Sonaron doce disparos de rigor y la música póstuma de las trompetas en medio de los repiques de los tambores flanqueó el verde suceder de la grama y la niebla. Todos se fueron felices, como esperanzados en poder algún día morir para ser enterrados así.
Al día siguiente el cielo amaneció tenuemente celeste e iluminado, como desafiando a la húmeda niebla del invierno y también a ella, que aún permanecía acostada. En medio de la soledad optó por enfundarse más entre el olor de sus frazadas y algo similar a una mano de fuego le acarició el rostro, despertándola en seco y por más que buscó quiso entender y trató de oír no había nadie más allí que ella ya de pie y caminando en pantuflas hacia el café de la mañana, a la hora exacta de siempre, como cerrando el círculo del destino.
Pisco, 1999
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