LA SOMBRA DE ABELARDO
Luis Cifuentes S., 1998
Hace un par de años, durante una reunión social esencialmente inofensiva, alguien me desafió a quemarropa: "Nómbrame un héroe". Casi me sorprendí al escucharme responder sin la menor vacilación "Pedro Abelardo". Confío en que el resto de mi intervención explique cómo es que yo, un agnóstico impenitente, que tuvo una fuerte influencia paterna radical y masónica, que en sus años mozos aspiró el dulce opio del marxismo-leninismo y que en el camino hacia su madurez fue fulgurado por el pensamiento iconoclasta de Bertrand Russell pueda tener entre sus héroes a un monje teólogo del siglo XII.
No soy el primero en caer bajo este influjo. Abelardo ha capturado muchas imaginaciones. Incontables obras lo tienen como protagonista. Su tumba en un cementerio parisino aún atrae multitudes al cabo de ochocientos cincuenta años. Acaso una razón fundamental de su poder de convocatoria sea que conocemos su apasionante y trágica vida de su propia pluma en la impactante Historia Calamitatum que lo sobrevivió en su integridad. Sobreviven también varios libros filosóficos y teológicos, amén de cartas que demuestran tanto su estatura intelectual como la indeleble impresión que dejó entre sus contemporáneos.
Considerado el maestro más carismático en la historia, Abelardo fue capaz de convocar a cientos de estudiantes de toda Europa - antes del surgimiento de las universidades -, cuando en todo el continente había sólo algunos miles de personas capaces de leer y escribir latín. Esto sería equivalente a que hoy la fama de un maestro le atrajera cientos de miles de estudiantes de todo el mundo. Su obra filosófica fue una contribución esencial a la recuperación de la tradición cultural grecorromana. Sus ideas fueron eminentemente críticas y contestatarias, razón por la que entró en frecuente conflicto con la Iglesia.
Los historiadores atribuyen a Pedro Abelardo la invención del método de enseñanza, basado en lectura y disputa, que posteriormente adoptaron todas las universidades, que se mantuvo vigente por más de 600 años y que aún se refleja en las cátedras y seminarios del presente.
Profesor estrella de Filosofía y Teología, Abelardo formó a generaciones de maestros, algunos de los cuales, se cree, estuvieron entre los creadores de la Universidad de París, años después de la muerte del teólogo. Fue la rebeldía intelectual de Abelardo y sus discípulos la que dio el sello a la nueva universitas magistrorum: la historia medieval de la Universidad de París es la crónica del conflicto permanente entre el Rector - un maestro de Artes elegido por sus pares - y el Canciller, un obispo o arzobispo designado por la Iglesia. Los maestros de la Facultad de Artes, en su mayoría jóvenes, regían la universidad por sobre las venerables facultades de Teología, Derecho Canónico y Medicina. Su negativa a aceptar imposiciones de la jerarquía eclesiástica requirió frecuentemente de intervención papal.
Esta tradición contestataria coincide plenamente con aquella de la universitas scholarium de Bolonia, en Italia, fundada con anterioridad, donde los estudiantes regían y el rector era un estudiante.
Abelardo es conocido del gran público por la historia de sus desgraciados amores con su hermosa y talentosa discípula Heloísa, que costaron a él la mutilación y la ignominia y a ella la reclusión en un convento. La historia de Abelardo y Heloísa se encuentra inmortalizada en su correspondencia, publicada en numerosos idiomas.
La fuerza y fascinación de ese amor brutalmente impedido es sintetizada por Paul Zumthor en palabras conmovedoras: "Abelardo, al final de su lento naufragio, había abandonado completamente el mundo (...) La civilización de su siglo no podía contenerlo... y entonces lo había rechazado (...) [El teólogo falleció en 1142]. Según una leyenda tardía, Heloísa solicitó, cuando llegó (...) su hora de morir, ser sepultada en la misma tumba que Abelardo: cuando se depositó su cuerpo, el cadáver de Abelardo tendió los dos brazos para recibirla".
Es necesario decir dos palabras en torno al Escolasticismo, movimiento del que Pedro Abelardo fue figura clave. La cultura grecolatina había sido barrida de Europa como consecuencia de las invasiones bárbaras de los siglos V al VII, sin embargo, había encontrado refugio en el Medio Oriente y en el Norte de Africa como producto del imperio de Alejandro y del imperio romano. La obra de Aristóteles, Platón, los presocráticos y muchos otros autores no sólo había sido acogida y preservada, sino también desarrollada por pensadores árabes, judíos y de otras naciones de esa región. Toda esa riqueza filosófica, científica y literaria estaba allí, esperando ser redescubierta. Para algunos representaba un tesoro inaudito, para otros, una horrorosa caja de Pandora.
La Iglesia, fuerza política e intelectual preponderante en esa época, se dio la tarea de canalizar el proceso de recuperación de esa cultura a objeto de aumentar su propia influencia intelectual y doctrinaria y evitar, al mismo tiempo, que el pensamiento crítico de los filósofos clásicos cuestionara el orden establecido. El Escolasticismo surgió, entonces, como un movimiento dual: se trataba, por un lado, de proyectar sobre Europa una parte de la luz de la cultura clásica y, por otra, de utilizar la filosofía y, en especial, la lógica griega como herramienta en una magna empresa de salvación de almas. El doble desafío, intelectual y místico, capturó las mentes y corazones de la juventud de esos días en un proceso hoy difícil de concebir, que duró trescientos años y que produjo figuras gigantes del pensamiento, entre las que sobresalieron, junto a Abelardo, Pedro el Lombardo y Tomás de Aquino.
Dando un largo salto en la historia, algo de esa magia se reprodujo, cientos de años después, durante los años 60 del siglo que termina: hubo también, entonces, una explosión de entusiasmo juvenil y barrió el planeta una ola de aspiraciones de cambio. La década prodigiosa fue escenario del tema de la obra que hoy lanzamos. Esta recoge testimonios y reflexiones acerca de un período específico de la historia de la universidad, años dominados por una poderosa esperanza, en que jóvenes multitudes, en todo el mundo, parecían moverse concertadamente con inexplicable resonancia. Los logros tangibles de aquellos años fueron magros; la casi totalidad de las transformaciones institucionales que conseguimos demostraron ser dramáticamente reversibles.
Empero, los sesenta demostraron la posibilidad de romper cadenas milenarias, de generar un movimiento global con objetivos y símbolos comunes capaz de cuestionar la institucionalidad, su estructura, sus valores, su "historia oficial" y capaz de desatar la generosidad colectiva en jornadas que anunciaron, así fuera fugazmente, formas de convivencia realmente humanas. Tales son, por sobre sus muchas frustraciones, el legado y la advertencia de los años 60.
En la actualidad, la universidad vive momentos de cambio en el mundo entero. Recordemos que el paradigma universitario medieval se agotó entre los siglos XVI y XVIII; la universidad perdió relevancia e ignoró los principales desarrollos culturales y sociales de ese período. Como consecuencia, un nuevo paradigma nació entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, expresándose en tres modelos: el napoleónico, que enfatizó la formación profesional, el de Humboldt, que enfatizó la investigación y la universidad técnica, que enfatizó el desarrollo de la ingeniería y las técnicas productivas. De esos tres modelos deriva la universidad moderna, que aportó notablemente al desarrollo de la sociedad industrial.
Al cabo de 200 años, el paradigma moderno está dando signos de agotamiento en todo el mundo. La sociedad industrial, fuertemente basada en la producción fabril, ha dado paso a nuevas formas de producción y acumulación. Ya no son los dueños de las grandes fábricas quienes dominan el escenario económico mundial; las grandes unidades productivas quedan obsoletas de un año para otro. Hoy dominan quienes poseen la capacidad de generar nuevos conocimientos y nuevos productos en un proceso de vertiginosa y permanente innovación. Para responder a los desafíos de hoy, se necesita una universidad capaz de hacer frente a la sociedad postindustrial, es decir, un nuevo paradigma que aún no ha surgido. No se trata, por tanto, sólo de más presupuesto, ni de porcentajes de participación ni de parches a una vieja estructura que crece en irrelevancia. Se trata, en cambio, de refundar la universidad, creando una que navegue con los vientos de la historia.
Por lo dicho, creo que los movimientos de cambio en las universidades chilenas del presente constituyen una gran oportunidad. Estamos viviendo el comienzo de un nuevo proceso de transformación. Ignoramos cuál será su camino, sus logros, su huella en la cultura, sus lecciones, sus tropiezos, pero ya ha conseguido, hasta aquí, despertar a los viejos y traviesos fantasmas del debate libre y de la reflexión colectiva, que se habían tomado una siesta de 30 años y que ahora se niegan a esfumarse.
De una cosa estoy seguro: las recetas del pasado no servirán; los cambios que vienen tendrán que ajustar cuentas con su presente, con una realidad cualitativamente distinta a la de décadas anteriores. En un mundo caracterizado por la degradación y pérdida de sentido de los Estados nacionales, la universidad tradicional - y especialmente la universidad estatal - enfrenta una situación que carece por completo de precedentes históricos. No todas las visiones deseables del futuro de la universidad son viables. En particular, no es posible un mítico retorno a un supuesto pasado glorioso. Más bien debemos pensar en un azaroso viaje hacia lo desconocido. Lo que sí alienta mi optimismo es que en la compleja y dinámica realidad que enfrentamos, la importancia social del conocimiento, de la creatividad y de la innovación sólo pueden crecer.
Enfrentadas a este trance histórico, las comunidades universitarias deberán interpretar un papel cuyo libreto aún no ha sido escrito. El movimiento estudiantil, la parte más sensible a las vibraciones del cuerpo social, tendrá que asumir un rol protagónico. Durante los últimos meses se ha convertido en un lugar común afirmar que lo trascendente no es el gobierno de la universidad, sino el poder subyacente. Esta impecable afirmación nos enfrenta a un problema mayúsculo: al analizar las fuentes de poder que actúan sobre la universidad, repararemos en que las más trascendentes son externas a ella: el poder del Estado, del capital empresarial, de los medios de comunicación, de la opinión pública y otros. Precisamente siguiendo este tipo de razonamiento fue que muchos jóvenes abandonaron la universidad en los años 60.
Pero abandonar la universidad no resolverá sus problemas. En verdad, el poder interno a la universidad, aquel que de manera más directa puede ser influido por la comunidad universitaria, es el que se expresa en su gobierno y en todos sus espacios de participación, declarados o no, institucionalizados o no, advertidos o por advertir. Habrá que recordar que el poder no es algo que se concede graciosamente, sino atribuciones tomadas, espacios ocupados, oportunidades aprovechadas, voluntades movilizadas. Y en este terreno, el mayor poder es el de las ideas. Hoy como ayer, será la calidad de las propuestas la que determine la naturaleza misma del cambio.
Si la universidad tiene elementos de humanidad que rescatar y preservar, que sean aquellos que prosperan en espacios propicios a la afectividad, a la comunicación libre, a la transdisciplinariedad, a la expresión multifacética de sensibilidades, diversidades y disensos. Nosotros, universitarios, si algo hemos aprendido en nuestra historia multisecular, es que sabemos muy poco, que nadie posee la verdad absoluta, que nuestra búsqueda es continua y sin final. Que las certezas provenientes de la ideología y otros ámbitos de creencia sólo nos conducen a creer que sabemos lo que en verdad ignoramos. Tales certezas son expresiones glorificadas de autoengaño. Por ello mismo, todos tenemos mucho que aprender, una historia que contar, un sueño que realizar, una esquirla de verdad que desenterrar y compartir.
En lo que a mí respecta, entrego a los jóvenes esperanzados de hoy mi mejor deseo: que encuentren en su lucha - que es nuestra lucha - motivos de sorpresa, de duda, de autosuperación; que nada sea igual a lo que dicen los libros o las viejas consignas; que las nuevas realidades respondan más bien a ideas nuevas, inspiraciones nuevas, sacrificios nuevos, que abran caminos hacia territorios nunca antes transitados. El siglo XXI verá cambios aún más rápidos que los que hoy presenciamos. Tomarán el liderazgo aquellos que sean capaces de construir sobre el asombro y la esperanza. La universidad del próximo siglo, a través del inevitable y acaso tumultuoso cambio de paradigma que se avecina, bien puede llegar a ser, en las palabras de Gerhard Casper, "un foro sin fronteras", libre, abierto, creativo y escenario de ensayos del porvenir.
Quisiera terminar invocando al maestro. Padre Abelardo, el teólogo tres veces condenado, que aún despiertas emociones y pasiones entre los jóvenes que peregrinan a tu vieja tumba en Père Lachaise: habrás de saber que la porfiada horda académica que echaste a andar por el mundo hace casi nueve siglos, sigue marchando. Las universidades que ayudaste a concebir, y a las que diste tu sello contestatario, siguen resistiendo los embates del autoritarismo, el integrismo, el mercantilismo y la resignación. Muchos agradecemos no sólo tu claridad, sino también el pesado fardo que nos enseñaste a cargar: la independencia y la dignidad intelectual por la que tantos han caído y que para muchos, en momentos límites ha sido, y acaso volverá a ser, nuestro último e inviolable motivo de orgullo y de trascendencia más allá de la vida.
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