Bajo la sombra del portón y sentada sobre un cabo de árbol, una púber escudriña el caserío imaginando que su perro yace con el lomo quebrado en alguna callejuela. Su mirada contiene lejanía y cada vez que parpadea talla los ojos como tratando de quitarse alguna brizna. No le arden, no le pican, pero ella los talla repetidamente. Varias amigas la saludan y más de alguna se acompaña de su mascota. Está por levantarse cuando siente el roce de un lomo peludo entre sus piernas, sabe que es “Callejero”. Se hace la indiferente y alzando la voz lo regaña por no avisarle dónde es que se había metido. “Dos días sin saber de ti” -le dice- es demasiado. El Perro le mueve la cola. Ella no se inmuta. Su mirada se vuelve más cabizbaja y proyecta que en un futuro “Callejero” no regresará- De lo más profundo de ella, que más que grito es un chillido le reprocha “ No has sido buen perro. Eres libertino, andariego” El can lame sus manos, chilla, mueve la cadera y gimotea. Ella sabe lo que tiene que hacer, suspira, lagrimea. Toma de la calle piedras y cerrando los ojos, las tira a no darle y le grita “¡vete!” camina dándole la espalda a pasos cortos y después corre hasta ser una raya.