Esa noche el último trago de su café pasó como nunca quemándole todo el largo del esófago. Incluso siguió quemándolo horas después cuando, junto con diez o doce personas más esperaban, como nunca en una noche de miércoles, un bus en medio del grifo de la salida. En la mochila roja había metido un par de calcetines de fútbol, ni el sabía por qué, un calzoncillo verde, una corbata aunque no llevaba terno y tampoco lo tenía en donde iba, una navaja de afeitar con cajita de metal, un jaboncillo a medias usado y un sache de cualquier anticaspa. Después de pagar ocho soles empezó a tambalearse por la indecisión en el pasillo del carro, de arranque se desanimo con la gorda de la primera fila derecha y en su cabeza se asentó la idea de viajar al lado de cualquier pata, total los hombres no joden si te mueves, roncas, o te ríes escandalosamente con las películas de mala muerte que siempre ponen en los buses de ruta; la noche se preveía tranquila, como siempre con el bamboleo del ómnibus en las curvas de la bajada a la costa y ese tibio aire de valle caliente. Atrás quedarían por unos días las frías noches cajachas y vendría otra vez hacia el centro de su cuerpo el calor de la chucha de su mujer con olor a enfermería, con sabor a posta de caserío, otra vez recias piernas dibujadas como tótem bajo el uniforme blanco, a estas alturas medio beige o amarillento, que siempre lo puso caliente. Se deshueso sobre el asiento, nadie a su costado lo miró hundirse el sollozo del sueño, la ventana lo reflejaba, cholo como siempre, duro, partido, enfermo, con cara de loco, arrechísimo…
Bajó en medio de la plaza cortada por la carretera, cruzó topándose con las tamaleras, miró a dos policías que cuchichearon casi juntando los bigotes uno con el otro, miro las calaminas ardiendo de la posta medica, chequeó el reloj de la torre de la capilla, confronta la hora en su muñeca; buscó, con la mirada, un camino polvoriento que daba al río, volvió a su reloj de pulsera y se lanzó al camino, su mujer ya no estaba de turno, le esperaba una buena sudada a esta chola, corrió apurado pensando en arrancarle el uniforme, quizá aun lo tenía puesto y podría jalonearlo sin romperlo; tirarla al borde de la cama no sería mala idea con ese calor de mierda que le hacia gotear la frente y pegar con frecuencia el antebrazo a la cara, mientras sus pies que tenían ojos aplastaban el polvo y lo llevaban ligero a la casucha de su mujer.
Nadie hubiese deseado que abriera la puerta, el calor de la chucha de su mujer no sólo tenía el olor a enfermería, a posta de caserío, apestaba a mierda, a adulterio, a otro cholo partido y duro, entre esas recias piernas dibujadas estaba clavado el tótem de la inmundicia.
Su corazón se murió antes que él, el uniforme blanco a medio poner volvio a cerrarse rápido. De la cama se disparó el amante hacia cualquier sitio, ningun ojo pudo verlo. Él estaba inmóvil con la mano aun en la puerta. A esta hora ya estaría muerto, ella no lo sabía, estaba desesperada; cogió una raja de leña y golpeó una y otra vez la cabeza de su marido, pero él no sentía dolor ni nada, golpeó hasta que cayó como un plomo al piso un cadáver muerto por segunda vez, a estas alturas ya nada la pudo detener, ni el amante que temblaba con los ojos salidos. Ella cogió, ya delirando y hasta tatareando una canción, un bisturí se acercó al cuerpo enrojecido y lleno de tierra que traía el viento, hizo cuatro cortes precisos sobre la ropa y uno más en el cuello. Dispuso ordenadamente y en forma de estrella las seis piezas mientras ls rociaba sal en un vaiven cadencioso, liviano, bamboleando las manos como bambolearía sus caderas sobre la cama, haciendo una mágica neblina de muerte…
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