LA BRÚJULA
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Ignoro por qué mi padre me regalaría una brújula. ¡Sí una Brújula! Sin duda al elegir un regalo para su pequeña de piernitas largas muy delgadas (que apenas podían alcanzar su cintura) con trencitas rubias y lacias que hacíanme parecer aún más menuda… pensó en mí tiernamente durante su gira por el norte argentino lleno de productos exóticos para nosotros, que somos de Córdoba, zona central. Y pensó —precisamente— ante la vista de ellos, en un obsequio fabuloso que él hubiera deseado recibir a mi edad. Lo cierto es que nuestro padre me regaló a mí, mujer, niña y gurisa... una brújula.
Era una miniatura de porcelana en color celeste muy pálido, con forma de reloj, cuya diminuta aguja marcaba letras que yo aún no sabía leer. Iba a Prejardín Dos patitas en los extremos le permitían mantenerse en pie, luciendo su belleza esmaltada. La brujulita fue para mí un reloj de juguete que habría de ingresar en mi casa de muñecas, junto a todos los demás chiches..
Todavía recuerdo su sonrisa feliz de padre cariñoso al transponer la puerta de mi dormitorio y entregarme aquel obsequio exótico, que guardé encantada. Quizás —hoy me parece— yo esperaba algún regalo especial, de su viaje de regreso, porque se constituyó para mí en un objeto mágico. Tuve la sensación de que era algo precioso para él y que debía cuidarlo como a un tesoro, con sumo esmero.
En aquella dimensión de la primera edad donde el mundo real desaparecía, para convertirse en ensueño, la materia se insuflaba de alma nueva y la imaginación superaba lo existente. Dentro de ello, aquel reloj-brújula de porcelana que él me regalara (cuyo uso yo desconocía por completo) tuvo su lugar elegido entre los muebles pequeños de mi casa de muñecas . Lo coloqué sobre un minúsculo aparador de madera, igual sitio que ocupaba el reloj del comedor en nuestra casa.
Jugué con él todo un invierno en la penumbra pálida de tardes nubladas. Cuando el día helado escarchaba la tierra de las macetas del patio y el zorzal se refugiaba en su nido negándose a cantar. Las baldosas de las habitaciones estaban cubiertas de alfombras invernales y a los niños nos estaba prohibido correr afuera.
Una mañana de sol (ya en plena primavera) seco el paisaje por escasez de lluvias, árido el escenario cordobés confundido con ese escenario desértico que llega por ciclos cuando sopla La Niña ¡Tan diferente a nuestro habitual espacio cargado de lluvia! Pero además (por alguna razón hoy olvidada) en aquel momento nos encontrábamos de visita en una estancia pampeana ¡En la Pampa Gringa de los italianos! En la zona sur de la provincia de Córdoba.
Nosotros, los dos hermanos, gurí y gurisa, desconocíamos aquel terreno vacío hasta el horizonte, con su falta de quebradas y estábamos desconcertados ante esa monotonía pampeana. Ello confundía nuestro sentido de orientación, habituado siempre a los detalles y accidentes que otorga la serranía abrupta. Eran peligrosas las caminatas y correrías infantiles dentro de ese vacío llano. Muy fácil de perderse y extraviarse en la pampa inconmensurable. Compungido ante esto, nuestro padre siempre incansable y dinámico, habíase hecho cargo de la marcha juguetona de chiquillos que conformábamos. Pues nos creía en cualquier momento, sin retorno posible. Siendo yo la menor y muy pequeña aún, causaba penurias en los caminantes (de nuestro padre y sus anfitriones) que querían recorrer a pie los campos sembrados. El sol caía a pique sobre las cabezas incendiando nuestros rostros. Después de un par de horas la sequedad asfixiaba el aliento, a pesar de nuestros sombreros de paja muy aludos.
Nuestro padre era hombre de a caballo, buen jinete, y cuando caminaba lo hacía a grandes trancos con sus inmensas piernas, como si quisiera competir con los equinos. Igualmente aquellos gringos piamonteses con sus peones gauchos y él nos exigía (mientras ellos iban en marcha) que nosotros jugásemos corriendo a campo abierto, para sacudir la inercia dejada por el invierno. En aquella longitud lisa y plana, las extensiones se perfilaban homogéneas, hacia cualquier extremo de la visión. El nos acompañaba empero, ese día en caminata. De pronto detuvo la marcha del grupo preguntándose en voz alta, como para sí, la orientación que llevábamos, dónde estaría el Norte, Este, Oeste, Sur. En la pampa es difícil definirlo, más aún cuando no hay hábito a ella.
¡De improviso interviniste vos! metiendo la mano en tu bolsillo, sacando un objeto pequeño, mirándolo y volviéndolo a guardar.
—“El Este está para allá y para allá el Norte”— dijiste entonces con gran seriedad
El sol abrasante, que tenía ya a todos mudos y enceguecidos, nos obligó al retorno a la casa bajo la dirección que indicaste.
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Durante la cena de hospitalidad expansiva con que nos homenajeaban esos sencillos gringos, nuestro padre te preguntó nuevamente otra referencia de dirección. Sacaste del bolsillo tu guía, indicaste el Sur o el Norte, y como habías puesto la esfera sobre la mesa yo la reconocí :
—“¡Eso es mío! ¡Me lo robaste!”— grité yo
Mi reloj en miniatura no tenía ya la forma de antes. Lo habías tallado por completo quitándole las patitas y redondeándole toda la cobertura para que nadie lo reconociese. Pero no pudiste evitar que yo lo advirtiera. Y presumiendo que lo haría, antes de que gritara mucho más, ya lo habías guardado en tu bolsillo. El pleito por mi relojito-brújula nos iba a durar toda la infancia, hasta que crecimos. Yo te lo reclamaría siempre desde aquella edad en adelante.
Me habías construido un mundo de juguetes hechos por tus manos ...muñequines de madera, casitas, carritos etc… ¡Pero me habías robado la brújula de porcelana que me trajera de regalo nuestro padre! Su magnitud mágica (advertida por él, cuando eligió durante un viaje ese regalo para mí) había captado también tu fascinación. Y tuvo el significado y el dueño final que le correspondía realmente, por esencia y por arriba de la decisión de nuestro padre : aquél era un regalo para un niño varón.
Pero nada habría de evitar nuestra querella, el escándalo que se originó en aquella mesa, mi llanto y la hilaridad de todos los presentes ante el hecho, cuando se conoció la causa. O las opiniones de los anfitriones que estuvieron a favor tuyo felicitándote por la hazaña y picardía. Mi pataleo dolido estaba cargado de gruesas lágrimas De modo que todos iban a recordar este hecho como un hito recurrente que siempre me molestaría.
Hoy que también yo río y me causa gracia recordarlo, pienso más que nada en tu calidad artística. La forma como encubriste mi juguete. El secreto con que lo disimulaste, pasando inadvertido para todos, incluso mi padre. ¡Y yo me enteré recién en ese momento que era dueña de una brújula! … cuando ya no la poseía. Debido al incidente (que fue comentado de boca en boca) los mayores se asombraron de la ocurrencia de nuestro padre que me había regalado a mí —niñita pequeña, gurisa— un objeto semejante. Una brújula.
Me regalaste infinita cantidad de obsequios, tanto siendo niño como después. Pero nunca me devolviste a mi brújula. Además, jamás volví a verla. Ni los adultos en ese tiempo, exigieron su devolución y yo no comprendí entonces sus razones.
Imagino que mi brújula fue una de tus primeras fascinaciones, y llegaste a ella (que estaba cerca de tu alcance) con duda y temor. La tallaste en sigilo como escondiendo un tesoro y abriste un pleito sonoro (larguísimo) que fue parte emotiva y vital de nuestra colorida infancia.
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Alejandra Correas Vázquez |