Vuela hambrienta de polen y néctar la abeja, con toda su energía puesta en el horizonte de su objetivo: una pequeña flor amarilla con sus pétalos apenas surgiendo de entre su cáliz. La una tan vehemente e intensa, la otra tan inocente y estática.

Llega a destino y de manera violenta, empuñando en ristre su glosa, liba el néctar que ofrece el no tan generoso capullo que en su trato mutualista cobrará un gran beneficio. Para eso no ahorra en seducción y como bataclana qua asoma sus pechos por el escote, se ofrece insinuante y provocadora. Dura un instante su amorío. Pero luego de ser penetrada por la aguijoneante lengua, logra dejar las patas del insecto embadurnadas de fango amarillento, cual lápiz labial en la camisa que el infiel portará hacia la siguiente cortesana. Mas esta no lo espera con un palo de amasar en mano, se brindará tan inocente y quieta como la otra.

Tal vez vuelvan a enamorarse en otro instante. Para una abeja una flor es fuente de vida y para una flor una abeja es fuente de amor.