Las Lámparas del Cielo
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La noche cubierta por un manto negro tapizado de estrellas, era mi espanto y tu fascinación. Éramos dos niños solitarios frente al infinito e inmersos en ese mágico escenario nocturnal, cuya masa obscura colgaba sobre nosotros. Las Siete Cabritas o las Tres Marías, la deslumbrante Cruz del Sur, te llevaban por mundos de ensueños que dentro mío se transforman en asombro. El cántico nocturno de las ranas llegaba a su apogeo en la entrada de la noche, cuando tú me conducías de la mano por tenebrosos senderos en noches sin luna para cazar estrellas.
Tendidos boca arriba sobre los pastos húmedos, en épocas templadas o noches ardientes del verano, cuando el rumor del arroyo apagaba las voces de la casa, creía caer en un ciclo sin retorno. Pues el infinito telón nocturno tendido sobre mi rostro hacíame sentir más escasa mi diminuta persona.
Estáticos cara a cara contra el decorado nocturno de blancas estrellas, que resaltaban sobre ese manto obscuro desplegado arriba nuestro —como un libro abierto de estampas hechiceras— yo sentía penetrar por tu intermedio, en abismos de locura. La emoción de mi pequeñez me dominaba y permanecía muda a tu lado, sin atreverme en mi pose tiesa, a emitir palabra alguna ni a actuar con movimientos. El escenario negro y gigantesco parecía acercárseme, avanzar hacia mí y tuve numerosas veces la impresión de que las “lámparas del cielo” se volvían más grandes. O de que yo me aproximaba a ellas.
Otras noches cubría mi rostro con las manos sin que lo advirtieras, y tu voz continuaba señalándome figuras nocturnas de animales mágicos formados por las estrellas, que yo nunca pude reconstruir en el cielo. De improviso comprendías mi estafa y me quitabas con rapidez las manos del rostro, pero yo continuaba comprimiendo los párpados. Tu voz, describiendo el paisaje de estrellas era quizás tan conmovedora como la visión misma y me hacía imposible huir de ellas.
Curiosa, entreabría mis ventanas y sinuosos luceros de estrellas errantes, emergían fugaces cruzando mis pestañas, conmoviendo mi sangre con un terror mayor al de antes En un mundo vacío de temores como era el nuestro, protegidos hasta la saciedad como fuera nuestra infancia —donde el menor llanto estaba presto consolado— ese abismo infinito del techo nocturno representaba para mí : “La imponderable desolación del hombre ante el Universo”. Eran aquellos los únicos momentos en que me sentía realmente sola ... ¡Y estaba a tu lado!
Luego, al regresar a la casa tomada de tu mano, escuchándote siempre hablar de esas mágicas figuras del cielo, yo bajaba la cabeza y cerraba los ojos, por sentir de abrirlos las estrellas como globos gigantes de fuego, podían estar flotando sobre nuestras cabezas.
Esas emociones tan vivas, que me acompañaron hasta una edad muy crecida, donde ya el conocimiento de la naturaleza no me permitía abrigar como realidad, temores semejantes, no impidieron que mi piel se erizara como antes, muchas veces, ante el abismo del campo solitario y nocturno. Pues la emoción subsistió largo tiempo, aunque la conciencia hubiera cambiado.
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Hay noches sin lunas donde el cielo estrellado semeja haberse propuesto deslumbrarnos. Su belleza cautiva a los poetas en un magnetismo romántico. Pero yo lo contemplo aún hoy, detrás de las ventanas, separado del marco que lo recorta … Y vivo siempre extrañas emociones que no han muerto dentro mío desde entonces.
Creo sentir aún tus manos, tu voz y vuelvo a cerrar los ojos. El tiempo estelar nunca culmina y cuando veo caer sobre el horizonte una estrella errante, recuerdo aquellas otras de nuestras noches sobre el descampado, boca arriba y cara a cara al cielo. Cuando la línea blanca que dejaba una estrella en fuga sobre el fondo negro, constituía para mí la alegría íntima de ver movimiento, dentro de la tiesura del decorado inmenso e inmóvil.
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Alejandra Correas Vázquez |