La bandera rasada tricolor flamea sobre el edificio frente a la plaza, el viento la agita con suavidad, igual que a las flores en los canteros y las nieves de azucar multicolores encerradas en nylon.
En montones ordenados, las bolsas de semillas que bostezan al sol, los ramilletes mustios de florcitas curativas mientras los breves trenzados que se agitan en cada par de manos.
Puestitos por miles con gaseosas entre hielos, golosinas ordenadas en cajitas de cartón y collares de cuentas gigantes.
Jarras multicolores de jugos helados, cerveza dorada en copones redondos, helados tentadores, fuentes rebosantes de comida al paso y extrañas e ingeniosas máquinas para pelar naranjas y beber el jugo recien expremido.
Polleras acampanadas de terciopelo brillante que se bambolean más rápido que mariposas; coronadas con sombreritos pequeños haciendo equilibrio o de alas anchas y blanco inmaculado; siempre apuradas, siempre sentadas, vendiendo algo o dormitando la siesta.
Los audaces buses de transporte, ornamentados hasta el delirio con fileteados, brillos tornasolados, cromados destellantes, luces y cintas que los anuncian venir.
El sol y la sombra, la pelea diaria por perseguirse uno al otro, el calor luminoso que se levanta desde al esfalto trajinado.
A la tarde las sierras que le ganan la partida al sol y la ciudad que se refresca en un siena agrisado y contínuo que lo apacigua todo.
Y así las faldas, los cestos y los puestitos desaparecen para quedar los carteles y los enormes semáforos parpadeando en la soledad de la noche.
La plaza se vacía, la catedral destella con luz de iodo y parece estirar el campanario. Tanta luz para nadie llama la atención. Los solitarios se retiran, los olvidados duermen bajo el alcohol y algún portal que los cobija.
La badera rasada tricolor descansa sobre los barandales de la recova, la brisa nocturna la acuna en silencio.
Sueña un sueño recurrente. Brillar cada día al sol de Cochabamba.
Cochabamba. Bolivia. Agosto de 2009 |