Era una despejada noche de brillantinas y la luz de la dama blanca del firmamento platinaba la superficie de las tranquilas aguas de la playa Mansa.
Erika intentaba dormir pero no conciliaba el sueño. A pesar de tener las ventanas abiertas y el ventilador prendido, el calor la abrumaba y los mosquitos la molestaban.
De pronto se incorporó, saltó de la cama y se puso su fresca y suelta solera de bambula verde con florcitas, sobre su desnudo cuerpo bronceado. Parecía estar inmersa en un fragante jardín de flores cuando daba sus ágiles pasos y las flores se movían al unísono con su andar.
Caminó por la suave arena hasta la orilla. El murmullo marino la arrullaba... como una canción de cuna arrulla al niño para que se duerma. Se sintió acompañada.
Las cálidas lengüetas de agua mojaban sus descalzos pies con un ritmo de vaivén placentero, ansiosa esperaba la llegada de cada festón platinado repleto de noctilucas, que ponía fin a la exigua ola que desaparecía entre sus finos y delicados dedos.
Cerca del agua está más fresco y deben haber menos mosquitos - pensó -, así que se recostó en la húmeda arena y comenzó a buscar en el límpido cielo la más brillante de las constelaciones, Orión, donde se encontraba el dios de la guerra, el Cazador, hijo de Neptuno, a quien se le reconocía como uno de los hombres más hermosos de su tiempo. Al distinguirlo en el firmamamento pensaba en Fabio, su apuesto, varonil y vigoroso amor.
La caricia del mar sobre su cuerpo le rememoraba aquellas noches en que él la rodeaba con sus fuertes brazos fundiéndose los dos en uno, entre besos y dulces palabras que entonces, llenaban el universo, pero que tiempo después desaparecieron en el horizonte sin explicación alguna, como desaparece el conejo en la galera del mago.
Se dejó llevar por sus añoranzas, cerró sus ojos grabando en sus retinas la figura de Orión y agudizó sus oídos para percibir el sinfín de sonidos de la noche. Todo era calma y placer a pesar de la soledad que sentía.
De pronto, una fuerte ola irreverente rompió la magia de aquel momento, la revolcó con fuerza y sobresaltada por la imprevista y arremolinada mojadura, se incorporó de un brinco. Constató que ya no tenía calor y que los mosquitos no zumbaban a su alrededor. Escurrió su vestido, retomó el camino a su casa, se duchó para sacarse la arena y la sal del mar y se acostó boca arriba en su cama, imaginando que en el techo de su cuarto seguía inmóvil el hermoso caballero cazador. Cerró sus ojos y retomó su sueño, imaginándose que la abrazaba con ternura y firmeza como para que no se escapara.
Lamentablemente, en la vida real, él se había escapado intentando cazar alguna gacela y ella quedó sola, en la playa, acompañada tan solo por el mar y los mosquitos.
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