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LABAROS DE VENCIDO

Me he propuesto escribir acerca de una historia que antes que historia se hizo leyenda a propósito de un caballo negro. Es pueril mencionar las fuentes que me han ilustrado al respecto, sólo diré que los componentes no sorprenderían si mi numen tuviese otro carácter. Aseguró sí que el pobre relato impacientará a los tolerantes, empobrecerá aún más a los pesimistas, y la desesperanza a los contagiados de incertidumbre en una proporción que me es vedado mensurar
Intentaré delinearla a mi modo dado que la propia leyenda ha borrado, para sembrar el desconcierto, ciertos trazos que estimo de escaso riesgo aunque esenciales.
El asunto, parece ser, aconteció en un tiempo en que el hombre descreía de la obra de sus propias manos enajenado en una discusión estéril acerca de la inacción.
Por si la leyese un niño pretendí incluir de contrabando varias estrellas verdes y bandadas de dragones, pero… lamentablemente aquéllas se han alejado para siempre y éstos se han soltado y vuelan por ahí. Mis disculpas a los niños.

Dícese que se dice que el brumoso jinete que cabalgaba el caballo negro fue recibido con honores por Manasés, Rey de Judá, preferido de los asirios, asesino de su hijo. Un alarde de creatividad homicida lo llevó al cruel desenlace. Purga su felonía en el séptimo círculo.
Pero este es apenas el comienzo.

Sometido al relajante encanto del trote armonioso, nada le impedirá a nuestro jinete deslizarse a través de espejos fulgurantes donde se reflejaría el ánima de Hákim. Luce notoriamente alarmado; gira la cabeza constantemente prestando oídos al ladrido de los perros que le acechan. Se sabe perseguido por el ejército del Jalifa. Las sombras colaborarán en su intención de ocultarse aunque más no sea por esa noche. Luego se verá – atina a consolarse. La mente del desdichado cancela por unos instantes la zozobra que lo inunda abocándose a hurgar cuidadosamente en los arbitrios que lo condujeron a esa situación límite. Entresueños, un benigno soplo del inconsciente lo envuelve en el acre aroma de la llanura infinita bendecida por el Kizil-Irmak, lugar huraño y pródigo donde transcurrieron sus años verdes. Rememora con placer aquel semental negro rodeado de yeguas en flor, presto a su silbido. Espléndido caballo negro… ¿Qué será de ese hermoso animal? Se consuela pensando que la pena puede traer gotas de regocijo pendientes de improcedencias. Qué importa la vida de la gente… para bien o para mal. Va viviendo simplemente su vida.”¡Kelimet-Uallah¡ (palabra de Dios).
Al instante una flecha de tres filos lo atraviesa limpiamente.

El caballo negro, dicen que se dice, en un lapsus de inquina alteró el normal desenlace de los eclipses y el giro sosegado de los aros de Saturno. Se elevó súbitamente sobre sus patas traseras, relinchó y con el babeante hocico señaló el cielo. Un globo inflado de parámetros inconsistentes y nonatos de hipótesis estalló como bomba de gas. Uno de las víctimas, pasajera contratada para diseñar el futuro, porta, entre sus calcinadas manos un papel sanguinolento, testamento concluyente donde formula un deseo que abrazó de por vida respecto a su epitafio. Dice así:”Sed corteses con mi recuerdo”.
Atento Cabo: limpie inmediatamente esa mierda. Aquí no estamos para pensar, ¡carajo¡

El afortunado jinete del caballo negro, en cierto tiempo frecuentemente acompañado por razones de corazón con una amazona tan bella como estrafalaria, habrían sido testigos y víctimas de la pasión, fruta madura de los estólidos y las jerarquías religiosas. Alguien se habría hecho eco de un episodio muy significativo que pasaré a relatar como dicen que así fue.
Parece ser que habrían salido al paso del caballo negro ciertas gentes, rebeldes en apariencia, mudas y escuálidas, empuñando azadones amenazantes. Una niña desgreñada se acercó a pedirles agua, o la sangre del caballo negro. Evidentemente – pensó la amazona - la sed de estas gentes es mucha y los rostros decididos a todo. “Permitidme que os exponga el dislate en que incurrís”…Agua o esa sangre todos repiten a coro. Han preparado el guión más afinado desde Fuenteovejuna.
Tal vez interesaría conocer el desenlace de este asunto, pero hagamos un paréntesis al nunca acabar. Se trata de una farsa sin mérito. Mejor sigamos con el relato de las aventuras del caballo negro con o sin sangre. Olvidaos de eso.
Me había quedado en el tintero advertir que alguna de aquéllas hipótesis del globo siniestrado no sería tan disparatada, ya veremos. Digamos que se sostiene y basta.
Citábamos en el copete algunos tientos de soledad y hay que cumplir lo convenido. En el mundo vasto y cotidiano el subproducto habitual se le conoce en los cafés de rambla como enajenación. En los suburbios polvorientos llámanle neurosis. En todo caso se trata del hombre solo, exagerada ponderación, materialidad que nada explica, consume siglos de parvas y arrullos de deseo. La relatividad lo domina todo y sólo queda la vasta tarea de acomodar la pila de febriles. Ejemplifiquemos.
En el norte de China contemporánea las familias viven en las fábricas, los niños juegan con tornillos y no conocen el sol. Allí se duerme, se procrea y se muere. Alguien entre ellos es posible que se asome temerariamente por un ventanuco del sótano. Posiblemente observe absorto entre los durmientes de acero colocados a veinte centímetros uno del otro, el exótico desfile del caballo negro. Los desplazados de la tierra bajan la cabeza. La proximidad de un tren le exige a nuestros jinetes prudencia y agilidad de bridas de modo tal que el caballo negro se haga a un lado. Impulsos del instinto en una de sus formas. Un control excesivo del cuerpo con o sin sangre. Demos vuelta la página (como se dice)

El Océano Índico se apresta a recibir y presenciar el deslumbrante y efímero pasaje del Monzón. ¿Qué habrá sido de nuestros personajes? Se cubre de cerrazón mi memoria pero el viento por fortuna me es favorable. El caballo negro reposa tranquilamente aunque hay algo en el continuo movimiento de sus grandes pupilas que lo impacienta. El jinete guarda en un amplio bolso algunas hipótesis de aquéllas salvadas del incendio para revisarlas concienzudamente. Se aleja unos cuantos pasos para eludir los aguaceros que hay que presenciar para creer. O creerlos para tomar algunas referencias. Ella se pregunta si el jinete es un mancebo inexperiente. Se acerca a él abofeteándole con fiereza. Dicen que dicen que su lujuria pudo consumar un delito.
Muy cerca de ellos, augures y astrólogos, despuntando el ocio, preguntanse acerca de la verdad de los colegiados, atentos a la cronología de los hechos que pudieron ser. Acentúan sin proponérselo el pesimismo de los solitarios que atentos al interés del tema se les han enracimado.
Se acerca un ejército de entorchados. Desfilan sobre sus caballos brillantemente enjaezados con la indiferencia atravesada en el rictus macabro de sus recios bigotes, tiesa la espalda, afilada la nariz.
¿La verdad está en la fuerza? – indaga no sé sabe quién - sospechosamente indispuesto al cariz que iban tomando las cosas. Nadie responde. Recordad - dice otro entre sombras- el fenómeno que nos ha anticipado el oráculo y que en este mismo momento, creo, se está produciendo. Un estruendo vigoroso les hace voltear la cabeza.
Relinches desesperados, maldiciones y ayes de dolor. Las yeguas del batallón huelen al caballo negro y se espantan conturbadas. Se tienden en desbandada arrastrando entre cascajos y espinas filosas jirones de entorchados que sobre ellas cabalgaban. Según parece y así se afirma entre los clérigos, las yeguas no combinan con la muerte forzada, al menos a la que se las pretende conducir sin su consentimiento. El caballo negro gira diabólicamente advirtiendo el peligro, se retuerce hasta tocarse las cuatro pezuñas exhalando por las narinas humo espeso. Nuestros jinetes, enjugados de sudor, aún forcejean entre las matas. Las yeguas se dispersan en loca carrera procurando cruzar el río helado. En una décima de segundo una racha glacial ha congelado el agua, al igual que a las pobres bestias habiendo ya vadeado medio camino. El caballo negro rasca el piso y relincha lastimosamente contemplando el estéril sacrificio. Fantasmas de ojos desorbitados, revestidos de vidrio, asoman grotescamente por sobre el cristal azulado que los amortaja, sellados de muerte.

Leopoldo O’Donnell, duque de Tetuán, el de la vigilia infinita soporta, constreñido de horror, el tormento de sus incontables pesadillas, a cuya virtud observa despierto un par de soldados jugando a las cartas en Espartero mientras un niño, atravesado por una lanza apoyada en la pared, exhibe purulencias de carne podrida. Los ojos salidos de las órbitas aún parecen contar con vida.
En un prado cercano el caballo negro se satisface orinando un chorro franco y espeso entre frescas margaritas y amapolas en flor.
El horror de la tortura impuesta por la jerarquía a la cual rinde tributo, persigue al duque sin darle tregua. En sus largas noches de lobo, apura el trago amargo conjeturando sandeces respecto al arte y la filosofía. Retazos de prosaica veleidad que no cubren de modo alguno su lastimoso presente.

El tiempo, hijo de la espera, sacude las crines del negro caballo conduciéndole hacia lugares en los que el individuo pueda desvincularse de sus incapacidades históricas y desconectarse de teorías que ofuscan la percepción. Desafía el desamparo que aguarda, tesonero y suspicaz. De los jinetes ni rastro.
Una abuela, puro huesos, susurra al oído del caballo negro: “No se cuenta el pan ante los pobres” arreglando de ese modo un asunto pendiente. Murió sin comunicárselo a nadie. Única descortesía que se le conoce.
"Cum grano salis". (No lo toméis al pie de la letra)

Texto agregado el 22-08-2009, y leído por 73 visitantes. (0 votos)


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