Cuando el gato llegó a casa, éste aún era muy pequeño. Pronto se acostumbró a nosotros. Dormía sobre las macetas, sobre el tejado; y en una ocasión quiso compartir mi cama. Esa noche quede marcada por una enorme cicatriz que dejara una herida provocada por las garras del felino en una de mis piernas; y, el gato fue capado de manera cruenta por mis dos hermanos, ambos mayores. Fueron muchos días que no vimos al gato merodear por los alrededores de la casa, pensamos que el pobre animal estaba muerto. Pero una semana después, se apareció de nueva cuenta en la cocina, maullando por algo de comida; se veía tan flaco y su pelaje gris estaba opaco. Mi madre sentenció que por ningún motivo los hombres de la casa le pusieran una mano encima.
Con el tiempo, el felino se recuperó y engordó tanto que apenas podía moverse; además, su estado de ánimo cambió demasiado. Gruñía por todo y a todos. Siempre estaba de mal humor y había elegido un solo lugar donde reposar la mayor parte del día y parte de la noche: la mecedora de la abuela. Fue tal el enfrentamiento por la silla, que mi viejita se levantaba muy de madrugada para ganarle al gato, pero cuando ella llegaba, el minino, enroscado sobre el asiento, ronroneaba plácidamente. Mi hermano mayor se enteró de lo sucedido y quiso tomar cartas en el asunto; y si una vez fue capaz de de cercenarle los testículos, ahora no vacilaría en matarlo. “Además no sirve ni para mantener limpia la casa de ratones”–se decía. Así que iracundo, se fue directo por el gato. Estaba a punto de tomarlo por las patas, cuando mi madre y abuela se lo impidieron, parándose entre él y el felino que continuaba en su letargo. Entonces mi abuela profirió:
–¡Deja al gato en paz! Además…el me ganó el lugar a la buena.
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