Me nombran de mil maneras pero no tengo nombre. Vivo atado a un cuerpo. Soy sexo aunque en ocasiones no sé qué sexo soy. Hace más de 20 años que mi vida es monótona. Ya no paseo. Ya no nado. Solo meo y cuando crezco me visitan siempre los mismos: la mano izquierda de mi dueño o el chocho viejo de su mujer. Ya no me gusta.

En una ocasión, no hace mucho, logré izar la vista al cielo en un momento de agonía. Mientras mi poseedor me azotaba. Observé lo que hacía mucho que no observaba: seres como yo. No tenían buena cara. Estaban como drogados o yo qué sé. Al verlos lloré, en mi espesura, lágrimas por alcanzarlos.

Mi desesperación era tal que comencé a inducir, al casi-hombre que me tenía, erecciones espontáneas. Al margen de mi obligación de escapar de la cremallera endemoniada, me dediqué plenamente a recordar. Cada vez deseaba menos a esa señora.

Sólo espero que mi dueño reaccione y arregle este problema.




Continuará...





*Javier Santalices*