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El reino era inabarcable. Y el rey el más rico de entre todos los países vecinos. Sus propiedades eran tantas y tan distintas que eran incomparables no sólo con las riquezas de las altezas de otras regiones, sino entre sí mismas. Cada palacio, cada joya única en sí misma. Lo único que poseían en común era su poseedor, su propietario las reunía a todas bajo su cabeza, como buen cabeza de familia, cabeza de Estado que era.
Su majestad día y noche recordaba y pasaba cuenta mental de todas sus propiedades. Antes de dormir repetía sus nombres como invocándolos para conjurar un buen sueño. Al despertar, mientras sus esclavos mudos y sin testículos lo vestían, él hacía girar ante sus ojos las imágenes fantaseadas de las joyas lejanas, extendidas a lo largo de todo su vasto imperio. Las traía a sí, las alejaba, las volcaba en distintas perspectivas. Y luego las dejaba de lado, como cuando uno deja de lado el soñar despierto para ocuparse de los quehaceres diurnos.
Su magnífica excelencia se retiró a sus alcobas ya muy entrada la noche. Sus ministros y consejeros habían sabido agotarle la paciencia. Por ello, sólo pensaba en un baño tibio, ser acicalado por sus damas, y un sueño reparador en medio de su tesoro onírico, reuniéndolo en torno a sí, trayéndolo desde todas las puntas del imperio. El sueño fue tormentoso, el despertar brusco. Como un placentero viaje en nave a vela que de pronto se convierte en naufragio. En el sueño se disipaba, se perdía, entraba a una niebla espesa de la que salía sin poder ver su cuerpo, o no salía, volvía a estar cada vez de nuevo dentro de la niebla.
Abrió los ojos y sintió la placidez de su cuerpo desparramado en el mullido lecho. La luz matinal era un bálsamo. La claridad funciona como un sello de agua, una garantía. Como la llama evapora el agua, la luz diluye la tiniebla del sueño. La calma del bálsamo se estancaba, mientras un susurro iba aumentando, un susurro en principio inaudible, un susurro como la confidencia de una damisela virgen a su más preciada nodriza. El susurro se hacía voz, voces, las voces se hacían palabras, pasos, golpes de metal y gritos, los gritos se hacían turba, y la turba destrozaba la puerta de los aposentos reales, cogía al rey de los brazos, las piernas, la cabeza, el tórax, el pene, los pies, las manos, los dedos, y jalaba y gritaba, gritaba desesperada como en una única voz “dónde está nuestro Rey, qué has hecho con nuestro Rey”, “cómo has matado a nuestro Rey y dormido en su cama”, mientras el rey veía que su cuerpo –que sufría terribles dolores y no terminaba de ceder a la fuerza de la salvaje horda pueblerina– no era su cuerpo, era un cuerpo extraño, un cuerpo que no era el rey, un rey que no era su cuerpo, que no poseía su propio cuerpo. Ya imaginaba ese cuerpo despedazado, sus partes en los extremos más lejanos de su imperio, en las fronteras, enseñando los límites. Ya imaginaba todo esto y los miembros comenzaban a ceder, y ya no pudo reunir en su mente las joyas reales.

Texto agregado el 21-08-2009, y leído por 76 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
10-09-2009 siempre hay imagenes que sobrepasan otras el miedo temor se mezclan y hacen que todo un imperio quede atras .En meses que no leia algo que me parece como le digo siempre al autor mas allá de que simples letras quieren decir . ismaela
23-08-2009 Concuerdo con Zepol. Como toda obra humana, es perfectible. dragontraidor
21-08-2009 Interesante. ZEPOL
 
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