Los perros no paraban de ladrar, algo al otro lado de la casa los perturbaba.
Domínguez recién volvía; sin prestarles atención entro a la cabaña, colgó la escopeta en la pared y puso las aves inertes sobre la mesa.
Otra jornada de placer había terminado.
Se dirigió a la cocina y puso agua a calentar, había salido temprano, el sol caía, estaba agotado pero las piezas obtenidas lo reconfortaban.
Retornó al comedor, tomó las aves y bajo al sótano, el templo.
El lugar erizaría la piel de cualquier descuidado; cientos de especies voladoras embalsamadas daban crédito a su cruel afición.
El silbido de la pava lo encontró incidiendo el primer ejemplar. Soltó el bisturí y subió las escaleras rápidamente retornando a la cocina.
Al principio no se percató de la oscura figura sobre el cantero externo bajo la ventana, pero el insistente ladrido de los perros lo hizo mirar.
Cuando se asomó pudo distinguir con excitación el motivo de tanto escándalo, lo que había buscado atrapar durante años estaba ahí, a su alcance, un espectacular ejemplar de Desmodus rotundus, el murciélago vampiro yacía junto a un malvón marchito.
La bestia parecía muerta, su ansiedad no podía esperar. Abrió la ventana, ya quería empezar a trabajarlo, pero cuando lo tomó entre sus manos el espectral animal reaccionó, e hincó su colmillo en el dedo índice del taxidermista.
La emoción por el hallazgo le hizo olvidar el incidente de inmediato.
Bajo torpemente al sótano, no podía controlar su pasión; puso al vampiro shockeado sobre la mesa, y con un estile le asestó el golpe final en el corazón.
Había pasado una semana de su preciada realización a la cual contemplaba hora tras hora en su habitación. Se sentía en el clímax de su creación.
Esa tarde mientras alimentaba a los perros se sintió débil. Era un hombre fuerte, a pesar de ello necesitó esforzarse para alcanzar la cama.
Después de unas horas, donde se mezclaron los temblores y la fiebre, hubo un instante, el equinoccio entre el razonamiento y la obnubilación, en ese, recordó que solo enfermo un murciélago puede quedar en un cantero, enfermo de rabia.
Luego ya no recordó nada más.
La catarata de signos se sucedían rápidamente, las convulsiones y espasmos no daban tregua.
Domínguez convulsionó por última vez, su trofeo más deseado, había sido su verdugo.
Ness 2/08/07
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