Desafortunadamente aquella granada no lo mató. A pesar de que se resguardaba en una trinchera, las esquirlas metálicas lo alcanzaron haciendo un daño diabólico en todo su cuerpo, penetrándole la cabeza, ignorando el casco, el cráneo y marcando para siempre su cerebro con lesiones que le robaron el habla, el oído y la vista. La descomunal fuerza que se generó a partir de la explosión, lo lanzó por los aires estampándolo contra un árbol 15 metros de distancia, con la infame fortuna de partirle la médula espinal en tres partes inhabilitándolo para mover sus 4 extremidades.
Una masa de tejido, inmóvil, oscura y silenciosa era lo que quedaba de aquel soldado sin nombre, que peleaba, como todos, una guerra ajena con intereses lejanos que ni siquiera alcanzaba a comprender. Lo daban por muerto cuándo algunos artilleros de su destacamento hacían el reconocimiento del área recién bombardeada e involuntariamente, la masa giró lo que antes era su cabeza. Sólo así lo descubrieron y el verdadero infierno comenzó.
Postrado en una cama, incapaz de emitir o recibir algún sonido y perdido en la obscuridad de su mente despertó de su pesadilla, para encontrarse con otra peor. Seguía vivo y los médicos de su pelotón hacían hasta lo imposible por mantenerlo así.
No había manera de reconocer el sueño de la vigilia, no existían puntos de referencia externos, sonidos, luces, sombras, colores y le tomó días acostumbrarse a esa negra y muda cueva. Gritaba sin sonido, corría sin movimiento, deseaba escuchar, pero la realidad solamente le regresaba a la nada como respuesta.
En algún punto de esa existencia reconoció en sí mismo movimiento y descubrió que el impulso eléctrico que su cerebro mandaba para mover el cuello cargando la cabeza seguía intacto. Era capaz de hacer algo y comenzó a azotar la cabeza contra la almohada incesantemente.
En la entrada de su cuarto, 3 médicos de rango militar medio discutían las probables estrategias que debían seguir para mantener a ese soldado con vida. Las horas pasaban y la conclusión era que tenían que enviarlo a un puesto más seguro, con otro tipo de apoyos clínicos para poder salvarle.
Varias horas pasaron, antes de que uno de los oficiales reparara en la rítmica y cadenciosa secuencia de azotes que el soldado se propinaba contra la cama de ese hospital.
-¡Está hablando! Gritó mientras lo contemplaba.
-¡Eso es Clave Morse! Agregó.
A partir de golpes cortos y largos con la cabeza en la almohada, el soldado sin nombre, plasmó un encargo en aquel cuarto, suplicando que avisaran a su madre que se iba de viaje a buscar la otra mitad de su alma, robada impunemente por una granada errática que había dejado inconclusa su misión en el campo de batalla.
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