LA CONFIANZA DE TIBURCIO
No hubo caso. Mire que le dije que esa manera de ser no lo iba a llevar a ningún lado. Por lo menos no como la gente normal, usted me entiende. No era que no se diera cuenta de las cosas, al contrario, a la hora de analizar, sopesando los hechos, era, muchas veces, más desconfiado que todos nosotros, sus compañeros de trabajo. Pero de qué servía si cuando tenía que llevar a la práctica esos cuidados se quedaba paralizado, mirando por la ventana, no se terminaba de convencer de que la gente es capaz de cualquier cosa. Y entonces, ya se sabe, el que se distrae, pierde. Le daban como en bolsa al pobre Tiburcio. Tiene nombre de navegante, después de todo. Hace rato que no lo veo. Por acá se chimenta que lo han visto por arriba, si, por las cornisas, los techos. Se habrá vuelto loco, pero no era mala persona, se lo aseguro. (¿A qué hora pasan este reportaje, querida? La verdad es que me cuesta mirar todo el noticiero local, no te ofendas.)
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Una mañana de enero o febrero, da lo mismo, Tiburcio aspiró profundo hasta llenarse de cielo y sol. Aferró con sus manos los primeros fierros clavados en el palo que se perdía entre cables y hojas de plátanos, dio un salto hasta que su pie derecho apoyó en el triángulo de madera, se impulsó hacia arriba. Nunca volvió a bajar.
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Del barrio, lo conocemos, Julia y yo, de toda la vida. Desde chico fue de poco hablar. Me acuerdo que venía al negocio, nosotros siempre tuvimos verdulería. Y él se quedaba horas enteras en la azotea donde mi hermano guarda los cajones vacíos que llevamos una vez por semana al mercado. Y ahí se quedaba sentado, jugando con los autitos con masilla, haciéndolos recorrer el borde de la cornisa. Yo, muchas veces, cuando le iba a llevar una taza de mate cocido, porque la madre poca bolilla le daba, pobrecita, me parece que la internaron y él vivía con su tío Vardaro, le decía que tuviera cuidado con los cables que, usted sabe, desde siempre han sido un desastre en esta ciudad. Parece que lo veo, la cabeza en alto, siguiendo los pocos aviones que se tanto nos llamaban la atención por esa época. Ni le cuento esos de ala doble que los del Club de Planeadores sacaban a pasear los sábados a la tarde, cuando venían los circos. Hace rato que el Tiburcio no viene por acá. Claro que si llega a hablar con él, dígale que ya estoy viejo para arreglar el toldo, él sabe a qué me refiero. ¿Le pasó algo? (Una preguntita, ¿salió el cartel del negocio en la filmación?)
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Cuando llegó a lo más alto, su conocimiento de clases de conductores, tipos de cables, conexiones, le desplegó un mapa riquísimo de caminos a recorrer. Baqueano de semejante red de ríos, comenzó a caminar con la confianza de Jesús al pisar el agua. Al rato andaba con las manos en los bolsillos, silbido en ristre, sonrientes los ojos, la piel dispuesta a esa fiesta de luz.
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No me extraña lo que me cuenta, para nada. El tiempo en que fuimos novios no hacía otra cosa que escuchar música. Decía que los músicos eran privilegiados porque vivían en el aire. Me preguntaba si yo no venía, en las fotos, la cara de felicidad de esa gente. Y qué querés que te diga, yo no sabía de qué me estaba hablando. La única forma de matar el tiempo es andar por el aire. No te das cuenta que lo que aburre es alcanzar las cosas. Mejor es estirar la mano con los ojos cerrados. Muy pocas veces la realidad no defrauda, y cuando no lo hace es porque termina copiando a los sueños y uno se la cree, tontita. Así me decía. Por eso un día le dije que se quedara en el aire, con sus músicos. ( Por las dudas, si no te molesta, podríamos hacer la nota otra vez, me parece que salí un poco despeinada, vos sabés, el noticiero la gente lo ve para criticar a los vecinos, a quién le importa si Tiburcio anda pelotudeando, imaginate)
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La primera noche, como todas, fue de asombro y descubrimiento. Durmió acunado por el pulso de la electricidad, tendido en una hamaca de coaxiles, bajo las ramas de un tilo pleno de abejas que lo ignoraron. Con el tiempo llegaron las escenas que nunca había soñado ver: una barra de borrachos llorando por el recuerdo de una mujer llamada Lila; dos enamorados desnudándose entre risas mientras sus cónyuges miraban televisión cada cual en su casa y sin saber del otro; varios ladrones acechando esquinas por las que no pasó nadie hasta el regreso con la sombra en andas; mujeres en marcha rumbo al bingo para jugar la plata que sus maridos ganaban en horas extras; desorientados escritores de consignas en tapiales que borraban las anteriores sin saber por qué; laburantes arrepentidos por abandonar en tercer año del secundario.
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Tiburcio vio aquella que era su casa como si fuera un papel descolorido por las lágrimas. Desconoció a sus amigos, parientes, afectos, porque no se animaban a salir de esa vida con techo a la altura de donde ya no hay sombreros. Aprendió el idioma de los pájaros, comió frutos, huevos de aves, tomó el agua de la lluvia y, cuando no pudo, el jugo de alguna rama. Perdió peso, palabras y soberbia. Ganó la sabiduría de los que dependen solamente de su instinto. El porvenir fue la hora siguiente sin importar el reloj.
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Cierto martes o jueves, lo mismo da, escuchó preguntas, vio a una chica de pantalones y mirada ausente hacerlas sin creer en nada. Le gustó mirarla, plena de información inservible. Se le ocurrió ayudarla. Bajó hasta quedar casi en la vereda, pero descubrió que ella tenía los pies en la tierra. Pasó a su lado sin siquiera mirarlo.
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-Bien piba, bien. Eso sí, cortala con ese Tiburcio porque estamos en el momento justo. Hasta acá resulta simpático. Si la seguimos, empezarán las cartas a los diarios por la inseguridad, nos van a acusar de fomentar la delincuencia, y terminaremos con un loco en cana tapado con campera. ¿Entendés, nena?
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El Quijote de las alturas, como lo llamaba la serie de notas televisivas, fue desvaneciéndose entre tandas publicitarias, declaraciones de funcionarios, conflictos de todo tipo, victorias deportivas, informes exclusivos con la profundidad de un charco en la vereda. Algunos chicos lo detectan cada tanto y levantan las manos hacia el cielo, señalándolo. Los padres ríen, les compran un globo, les acarician la cabeza y siguen en lo suyo.
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