Escribir, está demás decirlo, es un acto de vanidad, antes que nada. Bueno, existen los que garabatean servilletas, para aprehender una imagen repentina. Ellos, se atiborran de papeles ilegibles, mas, en la transcripción de tal o cual pensamiento, liberan algo que les acucia el alma y se alivian por haberse desembarazado de él.
En mi caso, soy un fanático de la forma, de la emoción que se puede impregnar en un trozo de papel y, en mi caso, tecleando en el computador. Pero, no todo termina acá. Mi idea pugna por traspasar las fronteras, esparcirse por doquier, darse a conocer con su traje de ocasión y sobre todo, sentirse alabada. Vanidosa ella.
Y lo reconozco, mis palabras han encontrado eco, no de forma masiva, pero existe alguien que desmenuzaba sus finas costuras, la veía al trasluz y se deleitaba con cada invocación. Ella, es una humilde trabajadora de una panadería a la que concurro con cierta frecuencia. Es decir, era, porque el sábado pasado, supe que ya no trabaja más allí. Y siento que mis letras se han quedado un poco huérfanas, porque, ¿quién más que ella narrará mis propios escritos con esa acuciosidad, con esa excelsitud en los detalles, con esa emoción persistente que la delataba como una lectora incisiva que gustaba de extraer de cada frase la esencia, el sentido y la textura?
La escuchaba yo contarme con extrema pasión mis relatos y es como si Vilches resucitara con nuevos ímpetus, como si la Marilyn del ropero aquel, se liberara de su catafalco para apuntar con dedo culposo al misterioso criminal, como si los rapaces hambrientos de los Birnek, cual plaga de langostas, perseveraran en su apetito visceral, buscando en los más ocultos anaqueles. Todos los personajes eran revestidos por un halo de distinción, que no me pertenecía, era lo que ella les proporcionaba, dignificándolos en sus diversas imposturas y personificándolos como si fuese ella la que los hubiese creado.
Pero, la muchacha aquella ya no está y me he quedado huérfano, no de halagos, pero sí de ser espectador de mis propias creaturas, las que trepaban a las tablas de un escenario de imaginería, para cobrar una vitalidad que las transformaba en símiles de una realidad perturbadora.
Continuaré comprando en dicha panadería, mas, algo faltará y mis historias, por lo tanto, permanecerán como una partitura intocada en las pálidas páginas de este periódico. Serán simples hileras de palabras, aguardando hasta que alguien les imprima vida, color y sabor, atributos del cual carecerán porque ella, ya no estará para acunarlas y dignificarlas…
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