Cataclismo
Algo brotaba de las tejas; unas tejas quietas y silenciosas, que no se expresan con el azote del viento. Hace días que llueve; menos en la tarde. En las tardes lo único que se siente –y se ve- son las gotas diminutas. Antes eran gotas gigantes, como espumas en ebullición; calientes por el sol. Ahora, como digo, son solo pequeñas gotas que parecen lágrimas. Es como si una mujer estuviera sentada encima de las tejas, llorando siglos y siglos. Lloraba también en las noches, y en las noches también llovía; es como si la tierra estuviera abrazada al diluvio, al desastre. Y el viento feroz de la mañana, que barría con las hojas que apenas caen, con los frutos que apenas crecen, no estremecía ni lo más mínimo la superficie atada con cuerdas, clavos y palos. Ya a la luz de un nuevo aguacero apenas se divisaban las cabezas de los arboles y el aullar de algún insecto. Las gigantes gotas que se amontonaban en los tejados, parecían evaporarse, pero luego caían en pequeñas partículas. La mujer lloraba. Sentada entre el pantano y el moho, perdida en un ensueño o en un canto. Los arboles ahora eran un naufragio y la tierra se abrazaba al cataclismo. Al llegar el sol, el sol más fuerte y refrescante en las tardes de calma, nadie salía de sus casas; no se asomaban a sus ventanas ni buscaban sus objetos hundidos. En una barca (que primero se diviso en el oriente, casi como algo inexistente) un anciano rescato a los niños, que gritaban y lloraban a la merced de la desgracia. Las madres también lloraban, llevando sobre sus regazos a los más pequeños, los más vulnerables. Las hojas y los frutos flotaban en las aguas, y cuando existían noches en que la lluvia caía cautelosamente, las calles se quedaban abandonadas, errantes. Y ella, la mujer de los tejados, divisaba en el oriente la salvación de los seres terrenales; casi sumergida en un llanto de esperanza y desespero; derramando como gotas en parabrisas, todas sus lagrimas sobre la cabeza de un ser abrazado a la tierra y a su cataclismo.
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